*Por Enrique Lacolla
Argentina debe abrirse
paso hacia la autoconciencia. No es fácil: la información está restringida por
la convención bienpensante o por un academicismo estrecho, mientras la reacción
avanza.
La política argentina
parecería afectada por el mito del eterno retorno. O, más bien, por la
maldición del eterno retorno. Porque acá no se trata de ciclos que se
construyen, destruyen y vuelven a reconstruirse para reconfigurarse de la misma
manera una y otra vez en el proceloso andar de un tiempo sin fin, sino de la
repetición de un proceso de construcción, destrucción y reconstrucción de dos
modelos de país que abren y cierran sus respectivos períodos no a lo largo de
los siglos, sino de un subibaja que se alterna por décadas. Y a veces ni eso.
No hay nada de gozoso
en este curso, más bien se asiste a una mala representación de un drama
estúpido, cuyos actores parecen regodearse en exhibir sus taras. La política es
una práctica que lleva en su centro la transacción, la negociación y
eventualmente el enjuague, pero que tiene o debería tener una motivación que
apunte a proveer al bien común, aunque seguramente privilegiando el interés del
sector social cuya representación se asume. Ese favoritismo, en el sistema
democrático bajo el cual presuntamente vivimos, no debe sin embargo traspasar
límites más allá de los cuales se vulnere la integridad de la nación,
degradando a sus sectores menos favorecidos, debilitando su aparato educativo y
cediendo porciones de la soberanía al vender o poner en libre disponibilidad
sus bienes.
Y bien, lo que ocurrió
el martes pasado en la cámara de diputados indica que a una porción sustancial
de la casta política (incluyendo en ella por supuesto al inventor del término,
el presidente Milei) le importa un rábano el destino del país entendido como
conjunto; que lo que la preocupa son los intereses particulares (yendo desde
los que hacen a una agrupación partidaria a los que importan a nivel
estrictamente personal), que del sentido general en el cual se mueven las cosas
en el mundo no tienen ni idea ni les importa tenerla y que a la opinión de sus
representados se la pasan por salva sea la parte.
La ley de Bases pasó el
filtro en todo lo sustancial: plenos poderes al presidente, privatización de
empresas públicas, reforma laboral… Ahora queda que el Senado refrende esa
aprobación o, en caso de no hacerlo, devuelva la ley a la cámara baja para
volver a tratarla.
Sería bueno que ocurra
lo segundo, pero no habría que hacerse muchas ilusiones incluso en ese caso: la
disposición de la mayoría de los representantes a combatir la ley y la
parafernalia de disposiciones entreguistas y vulneradoras de la integridad
nacional y social del país que ella acarrea, es exigua, cuando no nula. Lo cual
nos enfrenta a una evidencia apabullante: la permeabilidad al soborno y la
inepcia de los sectores que deberían hacerse cargo de vigilar el curso que
llevan los problemas nacionales. Desde luego que abonada por una atonía, una
fatiga o un desconcierto en la opinión que es lo que en definitiva trajo a la
actual administración al poder.
Por cierto que hay una
resistencia popular que se manifestó en estos días con la espléndida protesta
contra la política oficial orientada a la demolición de la educación pública, y
en la masiva concentración obrera del 1 de mayo, pero todavía falta la conexión
entre estos sectores masivos y una conducción que los exprese con un programa y
los oriente en una dirección precisa. En efecto, en los discursos -cuando los
hubo, porque en la marcha de la concentración obrera se los reemplazó con un
documento- no terminó de percibírselos: se vincularon a reclamaciones
específicas de carácter laboral, cultural y social, sin remontarse a la
situación argentina en el mundo y sobre todo en el encuadre latinoamericano que
nos involucra; o bien aludieron a la memoria de los ‘70, lo que equivale a
referir los problemas a un callejón sin salida.
El
rompecabezas de los ‘70
En efecto, esa
década fue el momento en que las contradicciones argentinas se concentraron con
una densidad nunca antes vista. La misma se cerró sin resolver ninguna. El país
se debe una discusión a fondo sobre ese período, sin cuya crítica seguiremos
enredados en debates sin sentido acerca de si los desaparecidos fueron 30.000 o
menos. Como si la cifra fuese de 20 o 15 mil eso empequeñecería el crimen.
Tanto el sostenimiento como el ataque a la teoría de “los dos demonios” no son
sino una argucia falaz que disimula el núcleo del problema: la incapacidad para
mirarnos con realismo, derivada de la perversión ideológica que deviene de la
incapacidad de librar la batalla por nuestra cultura. Este fracaso resulta de
una concepción que escinde al país en dos y que es a su vez hija del carácter
rentístico de nuestra clase dominante, más proclive al disfrute de los dineros
que genera una economía extractiva vinculada al mercado global a través del
imperialismo del que es cliente, que a la aventura industrializadora que genera
empleos y potencia al país para que este se proyecte luego a un encuadre
continental que le asegurará una base para evolucionar de consuno con el mundo.
Esta escisión es la
verdadera grieta, agravada por la conformación inmigratoria de gran parte de
nuestra clase media, que la hace más propensa que otras a asumir los asertos de
la leyenda oficial como si fuesen verdades reveladas y a mirar con una
desconfianza impregnada de rencor a quienes intentan romper ese discurso. Pero
asimismo estos últimos, a menudo progresistas de extracción pequeñoburguesa,
incurren en un maniqueísmo descorazonador, que restringe su capacidad operativa
al dividir rígidamente a los protagonistas del quehacer político, tanto
histórico como cotidiano, en muñecos predeterminados por su pertenencia social
y hasta vestimentaria. “Milicos” contra “el buen revolucionario”, uniformados
contra guerrilleros, estado contra “pueblos originarios” –existan estos como un
factor social constitutivo o no-; nacionalistas contra internacionalistas… El
divisionismo que resulta de estas contraposiciones mecánicas ha perjudicado o
ha arruinado en más de una ocasión la oportunidad de un avance realmente
progresivo para la nación. En los ‘70 precisamente, cuando un sector
radicalizado de la juventud combinó psicológicamente y pretendió actuar el Mayo
francés y el ejemplo de la revolución cubana en el país sin tomar en cuenta las
diferencias que había en un caso con una metrópoli del norte avanzado, y en el
otro con un proceso de raíces sociales parecidas, pero distintas a las propias
y que, para colmo y por una de esas paradojas de la historia, había contado con
el visto bueno del imperialismo norteamericano, que dejó andar la cosa hasta
que cayó en la cuenta del hijo entenado que le había salido.
Ese equívoco dio lugar,
al menos aquí, a un extremismo que desjarretó a un movimiento nacional en
ascenso, que había devuelto a Perón al país y podía haber crecido hasta formar
una base estable para el desarrollo. En lugar de esto las organizaciones
armadas crearon las condiciones para el golpe militar de 1976, que barrió con
la guerrilla, por cierto, pero que estaba concebido básicamente para otra cosa:
aprovecharse de esta como pretexto para imponer un capitalismo de shock que
debía terminar con las veleidades industrialistas, nacionalistas y populares
que habían crecido vigorosamente al impulso del primer peronismo.
Desde entonces la
práctica ha sido la misma. Jugada en otro nivel, por supuesto, sin el horror de
los años de plomo, pero con consecuencia de parte del sistema, cuya tenacidad
se ve ayudada por la falta de conciencia de lo que está en juego en los
sectores que dicen enfrentarlo. Hay una frivolidad difusa en muchos de estos
(no, desde luego, en todos los individuos que los conforman) que tiende a
privilegiar lo anecdótico, entendiendo por esto el relato, la leyenda, por encima
de lo que es urgente y necesario. En el 2011, por ejemplo, Cristina Kirchner
ganó las elecciones por un aplastante 54 por ciento. Existía la posibilidad de
proceder a reformas de fondo, en primer término en lo referido a la ley de
medios, a fin de erradicar el monopolio en los medios de comunicación. No se
hizo nada importante en ese sentido, por pereza intelectual, por complicidades
prebendarias o por incuria, sencillamente. Según Gabriel Mariotto, ex
presidente del organismo encargado de implementar esa reforma, se la desalentó
con el argumento de “total, si ganamos
las elecciones lo mismo con ley o sin ella”... El resultado de semejante
imbecilidad fue la consolidación del bloque comunicacional que actualmente
domina el ámbito electrónico y gráfico.
El
problema de la defensa
Otro espacio donde se
cometen y se siguen cometiendo errores es en el de las relaciones del poder
civil con la defensa. La carga psicológica de los ‘70 sigue pesando aquí fuera
de proporción, poniendo asimismo de relieve la incapacidad de parte de la
opinión para representarse el papel de la fuerza armada en un país que se
quiere soberano. La orientación política de los mandos puede variar, la orientación
ideológica del cuerpo es menos maleable: está determinada a priori por la
función de pertenencia geopolítica en que se encuentra. El corpus político y el
sector de la pequeña burguesía que protagonizó la insurrección de los ‘70
pueden tener todos los temores que quieran respecto de una eventual
resurrección del “partido militar”, pero esta, con lo indeseable que sería, no
anula esa función de recurso in extremis de protección territorial que tienen
las fuerzas armadas y que las trabaja sordamente, cualquiera sea la
circunstancia. De ahí salieron fenómenos como Chávez, Gualberto Villarroel,
Perón o la guerra de Malvinas… Durante varias décadas se ha intentado reducir
las FF.AA. a su mínima expresión por el temor que inspiran. Sin embargo, para
interferir en los procesos internos del país ellas no necesitan ser anuladas y
apartadas de su función específica, dejándolas languidecer sin los
equipamientos que les permiten realizar su misión. Es evidente que no hacen
falta aviones, tanques ni submarinos para reprimir: bastan los servicios de
inteligencia interior, la policía y los cuerpos especializados para hacerlo.
Las FF.AA. están para otra cosa, de ahí las armas que requieren.
Así llegamos a la
actual situación. A partir de un falso problema se le ha regalado al
establishment la posibilidad de fingirse como el protector y salvador de ese
instrumento de soberanía. Milei juega la carta de su “relación carnal” con
Estados Unidos para empezar a reequipar a la fuerza aérea y presuntamente
también a la armada y al ejército –con una erogación que hasta ahora es la
mitad de la que había predispuesto el gobierno anterior y que no fue ejecutada-
mientras abre las puertas al Pentágono para que este monte una base “integrada”
con la Argentina en Tierra del Fuego…
En su afán de falso
revisionismo el progresismo incluso ha obsequiado al sistema oligárquico la
oportunidad de rescatar a la figura de Roca, personalidad fundamental para la
integridad de la nación y quizá el mayor estadista que tuvo el país, de las
manos de Osvaldo Bayer y de los grafiteros de combate que se dedican a ensuciar
sus monumentos y a calumniar su memoria. La campaña del desierto, que horripila
a la izquierda políticamente correcta, era en su momento la única manera de
asegurar las fronteras del país, impidiendo que un tercio de nuestro actual
territorio quedase en manos chilenas y bajo influencia británica. Ese logro es
descrito hoy por la pequeña burguesía bienpensante como un crimen, sumándolo
así a la larga procesión de falsos problemas con los que se nos atosiga.
Este recuento de las
contradicciones que nos aquejan no debe juzgarse como una invitación al
pesimismo, sino como un llamado de alerta. Estamos pasando como Nación por un
momento de debilidad extrema, con un gobierno que abdica toda voluntad de
independencia, un presidente que hace el elogio de los ladrones calificando de
heroica a la fuga de divisas, que abomina del Estado cuya guía debe ejercer,
que grita su entusiasmo por Estados Unidos e Israel (a pesar de que en esos
países el estado es poderosamente intervencionista), que nos alinea con la OTAN
en su curso bélico contra Rusia y en realidad contra todos los países
emergentes, sin pedirnos nuestra opinión, y que se apresta, munido con los
plenos poderes que le ha conferido el Congreso, a realizar negocios millonarios
con Elon Musk o con cualquier postor que venga a explotar el litio u otros
recursos naturales, sin exigirle, después de tres años, contraprestación
alguna. Al contrario, consintiéndole, por contrato, remitir sus ganancias a la
metrópoli libres de polvo y paja. Y si por entonces se nos ocurre pensar
distinto, allá vayan a probar fortuna con la justicia de Nueva York, a la que
nos refiriera Carlos Menem en los años del auge del Consenso de Washington.
Cerramos esta nota con
un deseo que es el exactamente opuesto al que suele enunciar la “oposición
blanda”, que “no quiere poner palos en la rueda”: lejos de pretender que al
gobierno le vaya bien, le deseamos la peor de las suertes, pues si cumple sus
expectativas la Argentina estará condenada. Escapar a este destino, sin
embargo, no será consecuencia ni de maldiciones ni de invocaciones mágicas:
sólo puede ser el resultado de la lucha por la cultura, por la conciencia
crítica del pasado y del presente y por la presencia del pueblo en la
calle.
*Último escrito publicado en su sitio Perspectivas
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