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Foto: Damián Muñoz - Tomada de internet |
*Por Julián Otal Landi
Dentro de nuestra vasta
nómina de artistas populares, muchas veces solemos caer en especie de
estereotipos, remitiéndonos a su supuesto metropatrón
del cual, supuestamente, este se inspiraría y emularía. Si bien los hay y
habrá, aunque los que verdaderamente asumen ese rol de imitar determinada
tendencia no suelen perdurar en el tiempo y no se los puede considerar
exponentes de la cultura popular, más bien terminan siendo productos
comerciales de relativa duración. Lo que sí se pueden trazar es una suerte de
genealogías de lo popular, en muchos casos.
Como vidas plutarquianas se pueden apreciar ciertos
paralelismos entre Elvis Presley y Sandro; Hugo del Carril y Leonardo Favio…
José Larralde y Ricardo Iorio. Lo común entre estos últimos con respecto a los
anteriores estriba no tanto en la trayectoria artística sino en donde anidan
sus motivaciones creativas. La trascendencia de la influencia de la obra de
Larralde sobre Ricardo es reconocida por él mismo, asumiéndolo más importante
que las influencias del rock metal como Black Sabath o el trash de Motorhead.
La relación entre Iorio
y Larralde no sólo implicaría un trasvasamiento generacional sino una complementación:
José Teodoro Larralde Saad con sus milongas camperas pincela en sus decires los
derroteros del campesino, el hombre rural. Maneja sus códigos y vivencias
sufridas. La voz de Larralde es la continuación de las desventuras del poema hernandista, son los hijos de Martín
Fierro. Es que desde un principio el poeta oriundo de Huanguelén (suroeste de
Buenos Aires) recupera las desventuras, los códigos camperos, porque los vivió.
Por eso cada letra de él más que canción es un testimonio. Es que Larralde no
pudo subsistir enseguida a través del canto sino que además se la tuvo que
rebuscar con trabajos de albañilería, tractorista y soldador.
Si Ricardo Iorio
hubiera nacido en las profundidades del interior de nuestro país, probablemente
habría seguido un recorrido similar al de Larralde. Pero nació en el conurbano,
más precisamente en la localidad de Caseros y, además del tango y el folclore
que escuchaba de refilón en su casa se topó con Led Zeppelin y con diversos
conjuntos que se constituirían en bandas referentes del heavy metal. Por estos
lares, lo más pesado y propio era Pappo, Vox Dei, El Reloj. La pluma de Iorio
canalizó sus vivencias y la dura vida del obrero a través del metal. Como
Larralde no puede componer en impersonal: si no las vivió a las historias de
sus canciones las reproduce como propias. Jamás podría cantar algo que no le
erice la piel. En el contexto en que
Iorio comienza a componer era en el desierto mismo: sin referentes musicales,
con censura y represión en plena dictadura forjaría con V8 su primera banda
legendaria. Escribiendo desde lo que vivía y padecía, mientras laburaba en el
Mercado Central, construye un pensamiento nacional. Nacional porque está
situado en un nosotros, en una idea de comunidad. Aquella comunidad que
Scalabrini Ortiz la denominó “espíritu de la tierra”.
Pensamos que en un
artista la idea de afirmar una identidad generalmente está articulada con la
necesidad de explorar el pasado y reconocer una raíz. En esa búsqueda original,
el pasado se reconstruye desde una perspectiva parcial: la conciencia del
artista que busca entre las múltiples huellas dejadas y su voluntad de
afirmarse en lo que él reconoce como los anhelos de la comunidad a la que
pertenece.
Lunes
y nuevamente
En
el trabajo estoy
solo
recuerdo momentos de ayer
vivo
el bajón de hoy
Para
continuar
en
esta estúpida senda
debo
gritar que
muy
cansado estoy
Recorriendo
las calles
solo
hallé corrupción
gente
apurada que quiere ganar
sembrando
solo dolor
Yo
ya soy parte de las calles
entre
nubes de alcohol
muerte
y dolor
sexo
y ardor
la
corrupción
fuerza
de hoy.
(Muy cansado estoy, del
disco “Luchando por el metal” 1983)
Con Iorio no solamente
nacía el metal nacional, sino que se hacía carne un nuevo mensaje dentro del
rock. Ya no partía de la bohemia y la vanguardia artística de los sesenta en
reductos donde la mayoría de los jóvenes eran de clase media y elaboraban
composiciones de alto vuelo intelectual. V8 era demasiado sucio y violento para
lo que se podía llegar a tolerar. Ellos mismos lo demostraron en Buenos Aires
Rock denostando a los hippies. Lo de ellos era música de resistencia obrera, no
era como aquel primer punk generado por muchachos rebeldones de Villa Devoto y Recoleta, lo de él estaba creado desde
las propias trincheras del pueblo.
La segunda figura
trascendente en la obra poética de Iorio es, quizás, su alter ego Pedro
Bonifacio Palacios, más conocido como “Almafuerte”. La obra poética de Palacios
(nacido en el oeste, como Ricardo) vivió la tragedia de nuestra identidad luego
de Caseros (Palacios nace en 1854) y fue entonces que se propuso ser interprete
de las entrañas de la Patria. Almafuerte, además de poeta, se dedicó a los
oficios que suelen intervenir sobre la realidad social: fue periodista y
maestro rural. Recorrió varios pueblos y en cada uno de ellos escribió un
poema. Ricardo haría lo propio cuando empiece las costumbres de las giras y
tocar hasta en los lugares más recónditos, como así también, en varios de sus
caprichos impulsivos, se subía a su auto para perderse en las rutas por tiempo
indeterminado. A partir de las giras y el convite rutero, Iorio iría más allá
de la tragedia que aqueja a la ciudad de cemento para inmiscuirse en lo que
pasa en la Argentina profunda, hasta en la vida de los pueblos originarios.
Es probable que Iorio
no cuente con la estima de los críticos que emplazan monumentos. Es que sus
letras no son cripticas ni con vuelo prosaico como las de Spinetta o Cerati. A
Almafuerte le pasaba igual: siempre fue considerado la figura más extraña de
nuestras letras. Jorge Luis Borges reconocía que “como todo gran poeta instintivo, nos ha dejado los peores versos que
cabe imaginar, pero también, alguna vez, los mejores”. Rubén Darío no salía
de su asombro porque Almafuerte no encajaba dentro de la estética y el estereotipo
del poeta: “… me han hablado de un
misántropo, o más bien de un loco. En efecto: dicen que es un hombre que huye
de las exhibiciones, del trato de las gentes”. Es que Palacios rehuía de
las mascaradas elegantes y de los círculos melosos. Iorio también era un hueso
duro de roer. A tal punto que en sus últimos años decidió marchar a Coronel
Suarez, dejar la urbe y el caretaje
con el que tuvo que lidiar y combatir desde que su nombre empezó a ser público.
Como dijo Andrés Calamaro (quizás uno de los pocos que lo supo conocer e
interpretar como era él realmente): “Ricardo
no era un reaccionario social, era un lobo suelto que se llevó a la familia a
vivir al campo para saber si era un hombre”.
Héctor Miguel Ángeli decía: “En sus extensos poemas el resonar de la rima puede llevarnos (voluntariamente o no) a un peculiar “estado físico”, diríamos, cuyo síntoma primero sería la necesidad de una lectura en voz alta. Recordamos entonces la autodefinición que gustaba repetir Almafuerte: “no soy un literato, soy un predicador”. Casi un podría aseverar que la diferencia entre Palacios y Iorio es que este último encontró una guitarra para gritar sus verdades mientras que Almafuerte lo que canalizó en la escritura. En ambos casos, la voz ronca fluye por los versos, se dice más que se canta. Está vivo, latente, eterno. En esas letras late el “espíritu del Pueblo” que advertía Johan Herder.
Ser bueno, en mi sentir.
es lo más llano,
y concilia deber
Con quien pasa lejos,
casi adusto
Con el que viene a mí,
tierno y humano
Hallo razón, al triste y al insano.
Mal que reviente,
mi pensar robusto.
Y en vez de andar
buscando lo más justo,
hago yunta con otro, como los
bueyes,
y soy su hermano
Sin meterme a Moisés
de nuevas leyes,
al que pide pan
doy pan y puchero
Y el honor de salvar al mundo
entero,
se lo dejo a los genios y a los
reyes
Como los bueyes hago,
vuelvo a decir.
Mutualidad, de yunta y compañero.
Y el honor de salvar al mundo
entero,
se lo dejo a los genios y a los
reyes.
(Como
los bueyes, “Mundo Guanaco” 1995)
Tanto en Almafuerte,
como en Larralde y Iorio, el testimonio y la predica de lo vivido rompe con el
idealismo. Como en el tango terrenal de Discepolo, no remiten al misticismo que
algunos ligeros juicios podrían atribuirle. Se evidencia un enfrentamiento con
lo divino. Aquella memorable frase de Discepolín “¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?” recorren las tintas de sus
escritos. Es que la estructura de aquella escritura, lejos del amor cortés,
remite a lucha constante de lo cotidiano. La justicia/injusticia, el combate
contra lo maligno (la corrupción, la policía, el pensamiento único, la
moralina, la oligarquía, la patronal y la antipatria) está presente en la obra
de Iorio. El misticismo implica alegría y Ricardo está lejos de ella, no la
conoce ni la aprecia. Cree en la reencarnación pero no en la contemplación. Su
enfrentamiento con la divinidad responde a la exigencia de descubrir al
culpable o promotor invisible de las vilezas humanas. Le inquietan el crimen y
el castigo mucho más que la fe. Su posición no es religiosa, sino moral,
hondamente moral, como todos los estímulos que lo instan a escribir.
Como
estaba ahí Dios
estuve
yo también
ante
el desfile de las inclemencias
contemplando
tanta miseria
y
yo pensé pa´mis adentros
puta
que tiene paciencia
como
tener tanto poder
y
permitir que esto pueda suceder
será
tal vez que quiera saber
cuanto
aguanta el hombre a través de la fe
como
estaba ahí Dios
estuve
yo también
como
tener tanto poder
y
permitir tanta inconciencia
de
la mayoría raza humana
juro
que hasta me da vergüenza
como
estaba ahí dios
estuve
yo también
pues
claro está que ellos son mas
dueños
de su libre albedrio
van
tejiendo su propio destino
y
están llenos de maldad
y
para mierda es el mundo que va, ahora
como
estaba ahí Dios
estuve
yo también
pero
cuánto tiempo más pasara
no
lo sé, no lo sé, no lo se
juro
por dios que no lo se
porque
yo no aflojare
solo
Dios sabrá cuanto aguanta mi fe
como
estaba ahí Dios
estuve
yo también
como
estaba ahí Dios
estuve
yo también
como
estaba ahí Dios
(Como estaba ahí Dios
de “Ultimando” de 2003)
Los tres (Almafuerte,
Larralde, Iorio) son expresiones de lo subterráneo que hace vibrar lo popular.
Lo popular puede que no sea lo que más se vende, pero es aquello que cuando uno
lo lee o lo escucha, lo siente. Es lo argentino, lo propio. Nuestros ancestros
hablan a través de ellos. Si Palacios fue un “bicho raro” de la mentada
Generación del ‘80, Larralde sería la denuncia latente detrás del éxito del
Boom del folklore durante los ´60. Esquivo al éxito de Mercedes Sosa, Hernán
Figueroa Reyes u Horacio Guaraní. Iorio, en tanto, es (paradójicamente) lo
outsider de la movida rockera que se gesta en los ´80, distante del pop y el
twist irónico de Virus o Los Twists como así también de la transgresión de Los
Redonditos o Sumo. Sin embargo, su semilla creativa fue prodiga porque creo en
la memoria colectiva del heavy tres grandes conjuntos, todos constituidos en
leyendas: V8, Hermética y Almafuerte. Junto con las experiencias diversas del
legado Charly y Spinetta, puede que Iorio haya sido uno de los pocos artistas
que triunfaron en diversos conjuntos con la gran diferencia que, al contrario
de los mencionados, él nunca modificó el género sino que fueron los plus de los músicos que lo acompañaron,
que provocaron la fórmula perfecta.
Ajenos a los postulados
estéticos y a las especulaciones intelectuales, desecharon la palabra
decorativa y la idea diplomática por imposición sanguínea.
Para
que la semilla de la consciencia
llegue
a vos
Dando
vuelta la tierra
En
los surcos de la vida, estoy
Soy
quien soy
Cabeza
de tractor
Rodando
firme
Pasando
todo por arriba
Solo
aplastando, más nunca olvidando
Que
es la sangre del caudillo
La
que hoy mueve mi motor.
*Profesor
en Historia. Miembro académico del Instituto Nacional de Investigaciones
Históricas Juan Manuel de Rosas
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