*Por José Luis Muñoz Azpiri
La Argentina aparece ante los ojos europeos cuando se
está erigiendo la basílica romana de San Pedro, gobierna León X y es
excomulgado Lutero. Funda Buenos Aires un soldado español que ha participado en
el saqueo de Roma junto con tropas alemanas. La segunda y definitiva fundación
de la ciudad ocurre mientras Vignola alza la iglesia de Jesús en Roma, primer
templo jesuítico del mundo. Desde entonces, y hasta 1810, cuando proliferan los
reinos napoleónicos y el Gran Corso firma la paz de Viena, vivimos la existencia
de reino feliz y emprendedor de la corona de España.
En tanto en Europa arde la llama luterana, los jesuitas
adoctrinan las tribus del Orinoco y el Plata. España declara, en medio de las
selvas y el trópico americano, que la raza humana es una sola y que “Dios,
Nuestro Señor, que es único y eterno, hizo un hombre y una mujer de los cuales
todos descendemos”. Los indígenas americanos son elevados a la categoría moral
de los europeos y sobre dicha proclama filosófica se alza el monumento del derecho
indiano que regirá casi todo nuestro pensamiento jurídico hasta el siglo XVIII.
Los Cronistas de Indias, que el propio Edward Fueter exalta en su verdadero
mérito profesional, yerguen el pórtico de la inteligencia y el espíritu de la
América española trazando los perfiles de nuestra credencial humana y
explicando nuestra justificación universal.
América es la pedana de la Contrarreforma. Los estudios
de Heinrich Wolffin han revalidado los valores estéticos adscriptos a dicha
manifestación teológica del “Gran Experimento”. El arte jesuítico es la musa
del porvenir, la tensión vibrátil, el triunfo de lo inestable y mudable. La
fórmula “dionisíaca” de Nietzsche se relaciona con los goces de la infinitud
que proporcionan los cuadros del Greco, los frontis barrocos.
España funda en el virreinato del Río de la Plata dos
universidades filosóficas. Mejor dicho, teológico-humanistas. Los centros de
estudio de Córdoba y de Charcas crean en la Argentina el hombre humano, el
“humanista” cristiano que pone de moda en Europa, Juan Luis de Vives, padre la
psicología moderna. Es difícil descubrir hoy día la huella de este ponderado
equilibrio: Las casas universitarias austríacas y borbónicas crean en el
estudioso argentino la conciencia científica más alta al dar a conocer a éste
lo que cada cosa significa y su valor en el conjunto de las cosas. Enseñan la
única sabiduría posible, aquella que se funda en lo absoluto y universal. En
Córdoba y el Altiplano se forja el cerebro de la mayor parte de los pensadores
de la Revolución. Más tarde, el pensamiento
se regirá por experiencias sensibles, abominando de los frutos de la
deducción y trasladando el ejercicio de la inteligencia al plano de lo dudoso e
hipotético.
El pensador que ejerce mayor influencia en la Argentina,
en los siglos XVII y XVIII es el andaluz Francisco Suárez, considerado entre
nosotros como el lúcido y representativo filósofo posterior al Renacimiento. El
suarismo transforma a Córdoba (de la Nueva Andalucía) en una Salamanca o
Sorbona en lo relativo a la seriedad de los intentos y los estudios. Se ha
llamado a Suárez “el segundo Aquino”. Los jesuitas de la colonia se plegaron
también al movimiento de restauración de estudios inspirado en la teoría de
Santo Tomás.
En 1806 y 1807 los ingleses invaden Buenos Aires y son
derrotados ambas veces; las playas criollas brindan a España el desquite de
Trafalgar. La irrupción británica pone en revulsión ideas que se habían
mantenido estables durante más de dos siglos. Se expone el punto de vista de
las ideas de Calvino acerca de la santificación del éxito, la consagración del
triunfo material. Quién gana tiene razón. E Inglaterra parece, desde hace un
siglo, que estuviera habituada “a ganar”. Las ideas de John Locke han arraigado
en la América inglesa y en Francia. Comienza un período de gran agitación y
angustia intelectual. Las facultades intelectuales de la Colonia entran en
juego libre y son puestas en función por la Revolución de Mayo. El triunfo
sobre los ingleses desemboca en la victoria de 1810, y dicha revolución, en el
nacionalismo político.
Veinte años más tarde, el argentino intelectual se
preocupa por definirse a sí mismo y definir el temperamento patrio. A la vez,
descubre nuevos caminos en el viejo mapa hispánico. Se debaten los viejos temas
de la Ilustración, la fisiocracia, la política teórica británica, el economismo
y el sentimentalismo rousseauniano que había hecho arrancar lágrimas al joven
Napoleón.
Las doctrinas suaristas y tomistas acerca del fundamento
popular de la soberanía que se enseñaban en Córdoba, proveen la base del
fermento revolucionario de 1810. La propia España preparó nuestra Revolución
como lo hizo Inglaterra con América del Norte mediante el ejemplo de la
tradición parlamentaria y las enseñanzas de Locke. Un estudiante de Salamanca, Manuel
Belgrano, es el representante del movimiento emancipador argentino mientras un
soldado del rey, en España, José de San Martín, es autor de la primera
tentativa de “liberación latinoamericana”, como hoy se dice, con punto de
partida y asiento estratégico en Buenos Aires.
Estos datos sientan dos nociones que debemos dejar
precisadas desde ahora: la unidad histórica argentina indivisa entre el período
hispánico y el autónomo o independiente y el contacto en la Argentina de las
ideas puras con zonas alejadas aparentemente de su influencia, como la política
y la economía. El modernismo querrá torcer ese rumbo a principios del siglo XX,
pero sin resultado. El escepticismo, la indiferencia moral y política y el
exotismo no son plantas vernáculas entre nosotros. La botánica nacional no las
admite. La historia de la mentalidad argentina es la del pensamiento español y
americano con influencias francesas e inglesas, transformado en acción social.
Nuestra torre de marfil es torre sienesa, con merlones y aspilleras apercibida
para el ataque y la defensa diarias.
La
búsqueda de Canaán
En el período independiente la cultura argentina alimenta
los ideales colectivos, aspirando a arrancar del marco profesional el
pensamiento, prosa y poesía. Aún cuando cambie de aspecto con las diversas
apreciaciones filosóficas que exige la marcha del tiempo, la cultura determina
la condición del hombre en cada época y en cada lugar. En este período
señalamos una época de fermentación de ideas y propagación difusiva de las
producciones del intelecto. En ocasiones, la agitación y la difusión no
corresponden con los valores de permanencia de la obra.
Se inicia la gran expedición exploradora del siglo XIX.
Es una centuria abierta por Bonaparte, un hombre de acción, y clausurada por
Emilio Zola, un heraldo de la acción social. Romanticismo y positivismo,
revolución y restauración. Fechas: 1830, romanticismo, 1859, publicación del
“Origen de las Especies”; 1893, “Datos inmediatos de la conciencia”, de Henri
Bergson. Darwin concibe, en un viaje planetario durante el cual visita la
Patagonia, en 1833, su teoría de la evolución. Conoce a Juan Manuel de Rosas,
una fuerza de la naturaleza americana, donde se proyectan nuestras virtudes y
nuestros defectos como en un colosal espejo cóncavo y en torno del cual se
plantean los problemas de la razón de Estado, la dictadura legal, la extensión
del concepto de gobierno popular, la órbita de la política y su integración
ética, la conciliación entre utilidad y conciencia o entre ley y libertad y la
armonía entre hombre y Estado. El pensamiento argentino durante medio siglo
estará emparentado con la problemática de la voluntad y el brazo de Rosas. El
libro de Darwin multiplica su retrato por el mundo.
El siglo XIX ha sido vilipendiado: “estúpido”, se le llamó.
No creemos lo fuese por sus errores y equívocos sino por la absorción
infrecuente de realidades a que obligó a una humanidad que no contaba con
elementos suficientes para clasificarlos y sistematizarlos. Hablando
concretamente, en el siglo romántico suceden muchas cosas. Las cabezas vacilan
en semejante mare-mágnum.
En el aspecto local, tan solo en los casos de Rosas, la
literatura gauchesca y el peronismo, la Nación ha actuado “da se”, en el
sentido imperioso que se otorga a esta expresión en Italia. Estalla en el “Año
X” una revolución que sueña con la libertad de todo alumbrada por el espíritu
de los mejores. Sus cerebros, Moreno, el deán Funes, Belgrano y Monteagudo,
comprenden súbitamente el carácter “americano” de la jornada. La Argentina liberta
a seis naciones hermanas. El desgaste de la jornada engendra la anarquía y la
restauración rosista. Rosas es una variante criolla del “restaurador orbis”
romano, del salvador del mundo antiguo.
Sobreviene luego nuestro 1848, la Constitución de 1853.
Se abre el lapso “tercera república”, que dura casi hasta la segunda gran
guerra, influido por el empirismo y el cientificismo positivista. Nuestras
musas son los hechos; nuestros dioses, el ferrocarril y los laboratorios. La
generación de 1880, cuyo “modelo” rige hasta la muerte de Lugones y el prólogo
de la hecatombe nietzscheana de 1939, extrema dichas ideas hasta la
exasperación. Sarmiento declara: “Hagámonos los Estados Unidos”, Pellegrini
exclama en Roma: “Nos salvaremos a fuerza de ser ricos”. Por primera vez en el
mundo, se pospone la gracia divina a Mammón. La Argentina intenta salvarse a
través del Becerro de Oro. Cuando alguien declara que no se puede servir a Dios
y a Mammón, la divinidad del dinero, descubre bien pronto que Dios no existe.
Pero ni somos ricos ni nos hemos salvado, como comprobamos ahora.
Alberdi, Sarmiento y López difunden el pensamiento
empírico y positivo; lo cierran y superan Leopoldo Lugones y los escritores,
universitarios, poetas e historiadores políticos agrupados en torno a centros
de pensamiento como la facultad de Filosofía porteña, la Universidad de
Córdoba, donde se inicia la revolución universitaria mundial, según la revista
Facetas de Estados Unidos, medio siglo antes del triunfo de Marcuse, y núcleos
de revisión filosófica e histórica cuyas teorías, divulgadas y generalizadas
por una nueva prensa que comienza a florecer en torno de 1940, abren el camino
del actual estado social.
El
retorno a la Edad de Oro
Dicho fenómeno consiste en lo siguiente: las masas,
consideradas hasta ayer como motores de acción irresponsable, e incapaces
colectivamente de cumplir una misión consciente, se transforman en actores
principales y corifeos del drama humano espiritual, social o político del país.
Un pueblo entero alcanza la autoconciencia. En la alborada del Bicentenario, la
Argentina se transforma en un noble laboratorio de experimentos sociales y
cultura colectiva.
Los rezagos liberales se confunden con las avanzadas
nacionales y populares en el 2010 como las aguas turbias del Plata con el añil
ultramarino de la embocadura del río materno (“argentino” significa
“platense”). Los nuevos escritores sostienen coordenadas espirituales comunes.
Creen en el destino universal y mesiánico de la Nación (“¡Hay en la tierra una
Argentina!” como proclamó Darío). El país, pese a la incredulidad de muchos,
tiene un destino profético, idea que surge espontáneamente en 1810 y se aplica a los ideales liberales. Se exalta la
personalidad de la historia argentina como norma superior ética (San Martín en
Guayaquil). Arraiga el convencimiento de que debemos desarrollar una especie de
lección humana de generosidad y sentido festival y casi deportivo de la vida
regido por las supremas categorías latinoamericanas de la sobriedad y la
delicadeza.
Ha existido una época de oro, una edad saturniana, en que
el hombre era imagen de Dios. Y todas las cosas, como canta el salmo del poeta
David, “eran esclavas del hombre”. Desde hace demasiado tiempo nuestra
inteligencia se halla consagrada al servicio de las cosas. Una nación, cuyo
héroe civil continúa siendo Sarmiento, un educador, lo menos que puede exigir
de sí misma es liberar a sus hijos de la ignorancia, la miseria y el crudo
materialismo y hacer que las cosas vuelvan al cometido bíblico de subordinarse
a la voluntad del hombre. Tal es la tarea que compete al pueblo del
Bicentenario.
*Académico - Instituto
Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas
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