*Por Juan Manuel Soria Acuña
Argentina, 1985 es
una ficción basada en hechos históricos. Bajo tal premisa debe considerársela
una excelente película. Que sea una ficción también explica por qué no le gustó
a uno de los magistrados del Juicio a las Juntas, el doctor Guillermo Ledesma,
probablemente el “más jurista” de ellos.
Creo que el defecto
principal de la película, o el más grave, es que caracteriza equívocamente al
fiscal Julio César Strassera. Quizás no había otra opción para lograr un buen
producto comercial que vendiera bien en las boleterías.
Strassera no fue un
hombre de convicciones. Si las tuvo, no fue valiente para defenderlas en los
tiempos cruciales en que, por sus funciones, debió hacerlo. Por el contrario,
su comportamiento objetivo, completamente funcional a la dictadura hasta el año
1983, es el que lleva a concluir que, positivamente, carecía de ellas.
En ese aspecto
Strassera representa una de las peores versiones del funcionario judicial
argentino: timorato, acomodaticio con el poder de turno y trepador en su
carrera tribunalicia. Su canonización civil constituye un verdadero exceso. Es
importante, además, que la ficción fílmica sobre Strassera no sustituya a la
verdad histórica en torno a su figura.
Esa verdad ha sido
fehacientemente ilustrada, hace ya muchos años, por una carta de lectores
enviada a La Nación que, no inexplicablemente, el diario nunca publicó. Su
autor es Ricardo S. Curutchet, un nacionalista católico que trabajaba como
secretario en un juzgado criminal en el cual, durante la dictadura, sí se
tramitaban los habeas corpus de detenidos-desaparecidos. La
carta posee un valor imperecedero por constituir un testimonio sintético, nunca
desmentido, sobre el auténtico Julio César Strassera. Me limito a
transcribirla:
“(…) Sé con precisión
cuál fue la actuación del Dr. Strassera durante el Proceso, porque en esa época
yo me desempeñaba como secretario de Primera Instancia del Juzgado en lo
Criminal y Correccional Federal N°3, a quien estaba asignada la Fiscalía
Federal N°3 de la que aquel era titular. Dicho funcionario visitaba diariamente
mi despacho e intervino en todas las causas que tramitaron ante ese Juzgado
durante los primeros años del gobierno militar, hasta que se modificó el
sistema de relación con las fiscalías.
El Dr. Julio C.
Strassera fue uno de los primeros fiscales federales designados por la Junta
Militar compuesta por Videla, Massera y Agosti y juró su cargo entre
bambalinas, pocos días después del golpe del 24 de marzo de 1976, antes de que
se abrieran los Tribunales, cerrados e intervenidos por disposición de la Junta
de Comandantes. Por supuesto que juró por los Estatutos y por todo lo que se le
pidió que jurara, sin reparo alguno.
Me consta, por haber
intervenido en ellos como secretario, que dictaminó infinidad de veces en
los habeas corpus que se presentaban, pidiendo su rechazo, sin
que se hubiese realizado la mínima investigación, contrariando el criterio del
Juzgado; y que jamás se apartó de las instrucciones que le daba la Procuración
General de la Nación, que a su vez las recibía del Poder Ejecutivo. Y me consta
que adhirió sin reservas a la doctrina de la seguridad nacional. Los habeas
corpus de esa época y los archivos de dictámenes de la Fiscalía N°3
contienen la prueba documental e irrebatible de lo que afirmo.
El Dr. Strassera se
desempeñó como fiscal federal durante todo el período en que el entonces
almirante Massera integró la Junta Militar y luego fue ascendido a juez de
Primera Instancia, también durante el gobierno del Proceso.
El gobierno del Dr.
Alfonsín lo promovió a fiscal de la Cámara Federal y, como le tocó intervenir
en los juicios que entonces se gestaron, se sometió, nuevamente sin reparos y
con énfasis, a las instrucciones de las nuevas autoridades.
Es decir, saltó
impúdicamente de Fiscal del Proceso a Fiscal de la Democracia y, en ambos
casos, bailó con entusiasmo los compases que sonaban.
El premio a tan dúctil
desempeño fue una embajada ante un organismo internacional en Ginebra, donde no
se sabe qué hizo, salvo gozar de las prebendas de tan lustroso cargo. Y el
castigo, su ahora lamentable aparición en los estrados, defendiendo lo
indefendible con argumentos de mala entraña.
Indigna y duele pensar que hombres como este quizás un día irán a formar parte
de la galería de los próceres de nuestra patria.
Dr. Ricardo S.
Curutchet”.
Entre los casos que
Curutchet refiere globalmente está la actuación de Strassera en la arbitraria
detención —previa tortura clandestina— de Lidia Papaleo, viuda de David
Graiver, a quien interrogó y contra la que pidió una severa condena; todo a
posteriori de la venta, a bajo precio, de las acciones de Papel Prensa
S. A. a favor de Clarín,
La Nación y La Razón.
Las ideas
constitucionales de Strassera
Si lo anterior no fuera
suficiente, el contenido de la carta de Curutchet se corrobora citando al
propio fiscal en el caso del encarcelamiento del gobernador de Santa Cruz,
Jorge Cepernic. Estos hechos fueron recordados hace algunos años con su
habitual valentía —que hoy falta a tantos hombres— por Cristina Kirchner.
En esa causa, Strassera
dictaminó que debido al “carácter constitucional de las Actas Institucionales
(…) necesariamente ha de coincidirse en que la privación de la libertad
impuesta al beneficiario de este recurso [Cepernic] encuentra su legitimidad en
la misma Constitución Nacional, indudablemente reformada por el Estatuto para
el Proceso de Reorganización Nacional y el Acta” y que esta última “constituye
una norma de idéntica jerarquía que la contenida en el art. 23 de aquella, en cuanto
faculta al Poder Ejecutivo Nacional para arrestar personas a su exclusiva
disposición, en tanto las circunstancias excepcionales por las que atraviesa el
país así lo aconsejen”.
Para Strassera, el
Estatuto del Proceso de Reorganización Nacional era igual a la Constitución.
Sin reservas, sostuvo que “impugnar la Resolución Nº 2 de la Junta Militar
resulta inadmisible, pues ello equivale a afirmar que la Constitución es
inconstitucional”. Respecto a la detención de Cepernic, la avala y agrega que
“encontrándose legítimamente detenido, opino que corresponde tanto el rechazo
de la presente acción de habeas corpus, como la excesiva petición a
que me he referido en el párrafo precedente”[1].
Elogio de los fachos
Frente a personajes
como Strassera, hubo algunos valientes que los personajes de 1985 (usando
un lenguaje repetitivo, que me atrevo a señalar como algo distópico)
descalificarían inapelablemente como “fachos”.
Pues bien, hubo
“fachos” que durante la dictadura —no después— fueron mejores que muchos
“progres” quienes, como Strassera, pasaron de colaboradores dilectos del
régimen a las filas de la resistencia cuando ya no había mucho para resistir.
Estos “fachos”
actuaron, dentro de sus posibilidades, cuando los desaparecidos todavía podían
estar vivos y la Junta Militar estaba en el apogeo de su poder. Entre ellos
podría señalarse a Emilio Mignone y Augusto Conte, cuya dramática experiencia
personal les impuso un cambio vital. Me remito a una
nota reciente de este Cohete. Otro fue el muy ortodoxo
sacerdote nacionalista Leonardo Castellani, que tenía 77 años en 1976.
El 19 de mayo de ese
año, a pocos meses de concretado el golpe militar, el Presidente General Jorge
Rafael Videla recibió en un almuerzo en la Casa Rosada a los escritores Jorge
Luis Borges, Ernesto Sábato, Leonardo Castellani y Horacio Sebastián Ratti. Los
tres primeros estaban ahí por su prestigio, del que quería servirse el régimen
para promocionarse en la opinión pública; Ratti, en su calidad de presidente de
la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Los cuatro, por separado, habían
recibido pedidos de interceder ante Videla por desaparecidos, algunos de ellos
escritores.
Mientras Borges y
Sábato se deshicieron en alabanzas al régimen militar recién instalado y
hablaron de la necesidad de una “purificación” nacional a través de la guerra,
sellaron sus labios para pedir por cualquier compatriota en dificultades. Ratti
habló a Videla de los temas gremiales y sectoriales que interesaban a la SADE.
En contraste, al igual
que Videla, Castellani escuchaba en silencio. En un momento, escribió en un
papel “Haroldo Conti” y se lo entregó al general. Era el nombre del conocido
escritor y amigo que, recientemente, había desaparecido. Videla lo leyó y no dijo
nada. Animado por la valentía de Castellani, Ratti entregó otro papel a Videla
con un listado de escritores en similares condiciones. Borges y, sobre todo,
Sábato siguieron con su cháchara sobre las guerras purificadoras, discurso que,
en un momento, incomodó y molestó al dictador que censuró a los adulones con un
comentario.
Videla no ignoraba de
qué y de quiénes le hablan esos dos papeles que tiene en sus manos. Se limitó a
contestar a Castellani y a Ratti que esas situaciones serían examinadas y
aclaradas de acuerdo con la ley y que la paz retornaría a la Argentina. Ahí,
con alguna tensión, finalizó el largo almuerzo, que había sido monopolizado por
la perorata de Sábato. Castellani se retiró en silencio, sin hacer ningún tipo
de declaración a la prensa, mientras que Borges y Sábato se dedicaron a elogiar
a Videla frente a los periodistas.
Quienes quieran tener
más detalles sobre el episodio pueden leerlo en su fuente original, el penúltimo número de la
revista Crisis, de julio de 1976, que dirigía Eduardo Galeano y que
contiene los reportajes a Castellani y Ratti.
Puede notarse allí el
carácter del Padre Castellani, un hombre transparente y sencillo, no un
personaje mediático. Borges y Sábato, en contraste, se negaron a hablar con la
revista; claramente no querían asumir ningún riesgo. Se trata del mismo Sábato
que, en un macabro paralelismo con Strassera, presidiría años después la
CONADEP convirtiéndose en el heraldo de los derechos humanos que tan poco le
importaron en 1976.
Castellani y Alicia
Eguren
El comportamiento de
Castellani me refuerza en la verdad de una idea tan elemental como olvidada y
necesaria en estos tiempos.
Las divisiones
realmente importantes entre los hombres —y las mujeres— no pasan, en absoluto,
por ser “fachos” o “progres”, sino por ser buenos o malos, valientes o
cobardes, veraces o cínicos, solidarios o egoístas, generosos o miserables.
Expresado visceralmente, por tener o no sangre en las venas. Para desasosiego
de algunos, la moral heterónoma, que exige algo más que buscar el bien
individual y que este no se mide con una vara creada autónomamente, sigue
vigorosamente vigente.
Épocas duras, como las
de la dictadura, sirven para decantar y mostrar, de modo claro, quiénes valen como
seres humanos y quiénes “viven en la impostura”, mirándose el ombligo, dejando
morir a sus hermanos y quedando bien con el que tiene la sartén por el mango.
De algún modo, ese
Castellani de casi 80 años que, en la Casa Rosada, en mayo de 1976, se ocupaba
frente a Videla de su amigo desaparecido (al que pudo ver casi destruido un
tiempo después, antes de morir) era el mismo que, en los años ’40, siendo un
joven sacerdote jesuita, se enamoró de Alicia Eguren. Mejores épocas de la
Iglesia en las que sus sacerdotes, al menos, pecaban con mujeres adultas.
Mucho puso en juego y
sacrificó Castellani por esa “amiga” peronista, entonces de derecha, que luego
de separarse unió su vida y destino al de John William Cooke, para terminarla
dramáticamente, bajo torturas, en la ESMA. Por ese y otros motivos similares
que hablan de su humanidad, en 1949 los jesuitas expulsaron a Castellani de la
orden y la Iglesia lo suspendió a divinis. Diecisiete años después,
el papa Juan XXIII lo perdonó y reintegró a la grey.
Con esos pecados
incluidos, cambiaría hoy a todos los obispos argentinos, a cientos de sus
sacerdotes y al papa jesuita que vive en Roma para que resucitara aquel
Castellani que, con sangre en las venas, vivió entre nosotros. Tan superior a
los muchos magistrados Strassera que todavía nos rodean.
[1] Despacho
39.986 de Fiscalía, fechado el 19/03/79 – Dictamen del Dr. Julio. Strassera en
el habeas corpus a favor de Jorge Cepernic – Juzgado Federal
Nº 2, Secretaria N° 5 de la Capital Federal. Autos “Cepernic Jorge C/ Estado
Nacional” – Juzgado Contencioso Administrativo Federal N° 1, Secretaría N° 1.
Fuente: El Cohete a La Luna
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