*Por Rodolfo Walsh
Buenos Aires, octubre
de 1967
¿Por quién doblan las
campanas? Doblan por nosotros. Me resulta imposible pensar en Guevara, desde
esta lúgubre primavera de Buenos Aires, sin pensar en Hemingway, en Camilo, en
Masetti, en Fabricio Ojeda, en toda esa maravillosa gente que era La Habana o
pasaba por La Habana en el 59 y el 60. La nostalgia se codifica en un rosario
de muertos y da un poco de vergüenza estar aquí sentado frente a una máquina de
escribir, aun sabiendo que eso también es una especie de fatalidad aun si uno
pudiera consolarse con la idea de que es una fatalidad que sirve para algo.
Lo veo a Camilo, una
mañana de domingo, volando bajo en un helicóptero sobre la playa de Coney
Island, asomándose muerto de risa y la muchedumbre que gozaba con él desde
abajo. Lo oigo al viejo Hemingway, en el aeropuerto de Rancho Boyeros, decir
esas palabras penúltimas: «Vamos a ganar, nosotros los cubanos vamos a ganar».
Y ante mi sorpresa: «I´m not a yankee, you know».
Interminablemente veo a
Masetti en las madrugadas de Prensa Latina, cuando ya se tomaba mate y se
escuchaba unos tangos, pero el asunto que volvía era el de esa revolución tan
necesaria, aunque hoy se presenta tan dura, tan vestida con la sangre de la
gente que uno admirado simplemente quiso.
Nunca sabíamos en
Prensa Latina, cuándo iba a venir el Che, simplemente caía sin anunciarse, y la
única señal de su presencia en el edificio eran dos guajiritos con el glorioso
uniforme de la sierra, uno se estacionaba junto al ascensor, otro ante la
oficina de Masetti, metralleta al brazo. No sé exactamente por qué daban la
impresión de que se harían matar por Guevara, y cuando eso ocurriera no sería
fácil.
Muchos tuvieron más suerte que yo, conversaron largamente con Guevara. Aunque no era imposible ni siquiera difícil yo me limite a escucharlo, dos o tres veces, cuando hablaba con Masetti. Había preguntas por hacer pero no daban ganas de interrumpir o quizá las preguntas quedaban contestadas antes de que uno las hiciera. Sentía lo que él cuenta que sintió al ver por única vez a Frank País: sólo podría precisar en este momento que sus ojos mostraban enseguida el hombre poseído por una causa y que ese hombre era un ser superior. Yo leía sus artículos en Verde Olivo, lo escuchaba por TV: Parecía suficiente, porque Che Guevara era un hombre sin desdoblamiento. Sus escritos hablaban con su voz, y su voz era la misma en el papel o entre dos mates en aquella oficina del Retiro Médico.
Creo que los habaneros
tardaron un poco en acostumbrarse a él, su humor frío y seco, tan porteño,
debía caerles como un chubasco. Cuando lo entendieron, era uno de los hombres
más queridos de Cuba.
De aquel humor se hacía
la primera víctima. Que yo recuerde, ningún jefe de ejército, ningún general,
ningún héroe se ha descrito a sí mismo huyendo en dos oportunidades. Del
combate de Bueycito, donde se le trabó la ametralladora frente a un soldado
enemigo que lo tiroteaba desde cerca, dice: «mi participación en aquel combate
fue escasa y nada heroica, pues los pocos tiros los enfrenté con la parte
posterior del cuerpo». Y refiriéndose a la sorpresa de Altos de Espinosa: «no
hice nada más que una retirada estratégica a toda velocidad en aquel
encuentro». Exageraba él estas cosas, cuando todos sabían que acaba de recordar
Fidel, que lo difícil era sacarlo del lugar donde hubiera más peligro. Dominaba
su vanidad como el asma.
En esa renuncia a las
últimas pasiones, estaba el germen del hombre nuevo que hablaba.
Guevara no se proponía
como un héroe: en todo caso, podía ser un héroe a la altura de todos. Pero
esto, claro, no era cierto para los demás. Su altura era anonadante: resulta
más fácil a veces desistir que seguirlo, y lo mismo ocurría con Fidel y la
gente de la Sierra. Esta exigencia podía ponernos en crisis, y esa crisis tiene
ahora su forma definitiva, tras los episodios de Bolivia.
Dicho más simplemente:
nos cuesta a muchos eludir la vergüenza, no de estar vivos porque no es el
deseo de la muerte, es su contrario, la fuerza de la revolución, sino de que
Guevara haya muerto con tan pocos alrededor. Por supuesto, no sabíamos,
oficialmente no sabíamos nada, pero algunos sospechábamos, temíamos. Fuimos
lentos, ¿culpables? Inútil ya discutir la cosa, pero ese sentimiento que digo
está, al menos para mí y tal vez sea un nuevo punto de partida.
El agente de la CIA que
según la agencia Reuter codeó y panceó a cien periodistas que en Valle Grande
pretendían ver el cadáver, dijo una frase en inglés: «awright, get the hell out
of here».
Esta frase con su
sello, su impronta, su marca criminal, queda propuesta para la historia. Y su
necesaria réplica: alguien tarde o temprano se irá al carajo de este
continente. No serán los que nacieron en él. No será la memoria del Che.
Que ahora está
desparramado en cien ciudades entregado al camino de quienes no lo conocieron.
*El presente texto fue extraído de una recopilación de artículos sobre el Che Guevara publicado por la Casa de las Américas en 1986.
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