*Por @simbionte_arte
Era media noche y la
luna ya se posaba en lo alto del cielo, iluminando el sendero para un grupo de
jóvenes que caminaban deseosos por vivir una aventura. Su objetivo era llegar a
conocer al viejo “Once Cadetes”, un árbol legendario por su tamaño escondido en
medio del parque Pereyra Iraola. Eran muchos los relatos de aquel legendario
árbol, pero más aún eran las historias relacionadas al sendero que debían
recorrer.
Las linternas no eran
más que un último recurso, el guía recomendaba que todos se acostumbraran a la
oscuridad para poder disfrutar del favor de la luna, un farol incansable que
les permitía librarse de la negrura absoluta. Por otro lado estimulaba la
imaginación, lo suficiente como para que las sombras cobren vida y acompañen a
los más temerosos de forma íntima. La experiencia de salir de la vorágine de
las luces no es la más relajada. Cuando los ojos no ven bien fuera de la
contaminación lumínica a la que cualquiera está expuesto surgen los miedos
menos imaginados, aquellos miedos que nos paralizan. Durante el camino, todos
los sentidos se llevan al límite y por más que el grupo de amigos se acompañen,
todos y cada uno se sienten solos. Todo lo malo podría provenir de la negrura
total del bosque, que de momentos se cerraba negando el escrutinio imparcial de
la luna, acompañante reclamada por los menos valientes que miraban de reojo los
costados del camino, como queriendo evitar ver algo que los aterre aún más.
La historia que tenía
pensado contarles el guía rumbo al “Once Cadetes”, era la de explicar el porqué
de su nombre. Todos sabían que en lo profundo del parque se encontraba la
escuela de policías Vusetich. Los cadetes, en las noches sin luna, salían a
recorrer los senderos como parte de su entrenamiento. Ellos mismos eran los que
sabían la verdadera historia del Once Cadetes y la relataban en cada uno de sus
recorridos para amedrentar a los nuevos aspirantes a policía. La historia nacía
por los años 70, el parque era un lugar poco visitado en el que se escondían
los secretos más siniestros. Aquellos árboles generaban tensión en el ambiente
porque durante esa década infame habían visto una y otra vez un sin número de
torturas. Uniformados de botas con armas de fuego eran los monstruos de aquel
bosque, seres del mal que se reunían bajo el gran árbol al cual abrazaban entre
no menos de once personas.
Los jóvenes aventureros
sentían la muerte en el ambiente, algunas brisas más frías les crispaban la
nuca, como si fueran el susurro de un fantasma. La historia de aquel árbol y el
mismo sendero los perturbaba. El silencio que antecede la calma siempre era
interrumpido por risas nerviosas, toses o comentarios vacíos que alejaban el
silencio tan solo por un instante. . El guía se mostraba algo apresurado por
llegar, sabía que lo antes posible deberían cruzar el tridente donde escogerían
el camino angosto. Una vez que lo lograran ya no correrían peligro de ser
interceptados por los policías que recorren sólo el camino principal. Ya no
eran los años 70, pero nadie había dejado de desconfiar de aquellos seres de
moral dudosa. El guía sabía que un encuentro con los mismos podía ser algo
amigable o tan oscuro y tenebroso como los cuentos que ellos mismos diseminaban
para incubar el miedo y la desconfianza en cualquier que se planteara a cruzar
el parque.
Una luz azul se asomaba
en el horizonte, el guía rompió con su calma y algo nervioso invitó al grupo a
que apresuraran la marcha, faltaban sólo trescientos metros para llegar al
camino angosto que evitaría que el patrullero pueda seguirlos. La luz se hacía
más y más intensa, era indudable que el azul penetrante le pertenecía a un
móvil de la bonaerense. Ni monstruos, ni ladrones, ni espíritus podían hacer
tanto daño como un policía aburrido. El guía empezó a correr y los demás no
dudaron en seguirlo. Había que llegar, la adrenalina se apoderaba de todos, el
miedo, el terror! El guía sabía que lo más prudente sería salirse del camino y
esconderse en la espesura. Rompiendo filas, saltando a la negrura, camuflándose
en los árboles, cuerpo a tierra y en silencio eran las instrucciones. La luz
azul se acercaba y se oía el motor de una vieja camioneta. Ninguno olvidaría
jamás como aquel patrullero los había aterrado, nadie podía dejar de ver el mal
en aquel móvil. Casi sentían que habían eludido la muerte.
El guía más tranquilo
se quitaba las hojas de su ropa, recomendó a los aterrados aventureros a que
retomaran el sendero sin miedos. El camino angosto se ponía cada vez más
estrecho, las plantas dominaban el espacio y la luz de la luna no podía llegar.
El guía sabía que estaban próximos al “Once Cadetes”. Con algunas linternas
encendidas por la impaciencia de no ver los contrastes y el temor a tropezar,
los aventureros arremetían con seguridad el último tramo. El gran árbol los esperaba
pero no de la manera que ellos esperaban verlo. El guía se zambulló en un
pequeño sendero, muy difícil de visualizar para los que no conocían. El
caminito zigzagueaba los árboles para finalmente desembocar en un claro donde
los esperaba la sorpresa de la noche.
El Once Cadetes yacía
muerto, partido por un rayo, dividido en 4 grandes gajos que señalaban los
puntos cardinales. Un gigante había caído ante la inclemencia de la naturaleza
que le demostraba que la soberbia y la codicia del poder tienen su karma. Por
muchos años, el gran árbol había acaparado toda la luz y los nutrientes,
creando un gran claro en el que solo el “Once Cadetes” dominaba la escena con
su dictadura. Pero ahora su cuerpo era leña y hogar de muchas otras criaturas
que se escondían entre sus viejas ramas secas. El claro comenzaba a cobrar más
vida, con nuevos árboles que se proponían colonizar el espacio liberado.
La mayoría de los
aventureros lo experimentaron con tristeza, algunos no dudaron en subirse al
tronco más grande, para poder ver la magnitud del árbol con mejor perspectiva.
Tal vez aquel gran ser, amigo de los cadetes, bautizado tras un abrazo
fraternal con once de ellos, había sentenciado su propia muerte. Marcado como
traidor por la misma naturaleza, que había visto cómo esos hombres desvirtuaban
la dignidad del bosque tiñendo de rojo sus senderos con tanta sangre derramada
de jóvenes inocentes. Era esa alianza clandestina, la que la naturaleza no se
podía permitir y partiendo al más grande de sus árboles, demostró que nadie era
imprescindible y mucho menos aquellos que coquetean con el mal y la soberbia
embriagadora del poder.
Muchos son los
espíritus que rondan los senderos del parque, camuflados por el bosque que los
vio morir y formando parte del mismo para siempre, volviéndolo más tenebroso
que cualquier otro. Pero no es el bosque, ni los fantasmas, ni los animales el
principal problema, sino el hombre con poder, envalentonado por la
clandestinidad y el anonimato que le brinda la oscuridad del Pereyra, el
escenario perfecto para dejar fluir su lado más perturbador.
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