*Por Pepe Muñoz Azpiri
Prólogo
de Rebeldes en penumbras - Vidas ilustres de hombres olvidados, ignorados o
condenados, de Roberto Bardini, editorial Punto de Encuentro, Buenos Aires,
agosto de 2013, 152 páginas.
"Pudo
ser un cazador nocturno, pero esa es una categoría de aprendices. Bardini es un
hombre del bosque, un emboscado. Supo ser, a lo largo de su dilatada y febril
trayectoria, un francotirador de las palabras, un sniper de la crónica
periodística, como alguno de los arquetipos que magistralmente retrata. Ejerce
con maestría el ars et pugnam de los antiguos latinos.
Y
de eso se trata. En la historia existen figuras que definen el carácter de una
Nación: son los arquetipos. Bogavantes de su época, inspiraron las letras de
Kipling, London, Verne y Salgari. Los guerreros de Homero en el mundo antiguo,
Cincinato y Catón en la Ciudad Eterna, los protagonistas de la caballería del
Medioevo, los condotieros poetas del Renacimiento, los atletas de la
cartografía de la Era de los Descubrimientos. Fueron indistintamente guerreros,
santos, trovadores, navegantes, fundadores. Hombres a los cuales el Destino
sólo les ofrecía dos opciones: sucumbir a la mediocridad, dejándose invadir y
vencer por lo inferior, entregándose a los placeres, sean de la carne o el
bolsillo, o proponerse una vida vertical, con su inevitable cuota de dolor y
sacrificio, no necesariamente virtuosa, pero regida por un impulso nietzscheano
de jugarlo todo a cara o cruz, que no entienden los medrosos ni los mercaderes.
De esta forma llegaron a ser realmente ellos mismos, como pedía Píndaro,
distinguiéndose por su nobleza y excelencia, por su capacidad de honrar y ser
honrado, por su recogimiento ante lo excelso. Fueron, en cierta forma, hombres
de la areté, eminentes en la medida de su aprobación e imitación de las
eminencias.
Ernest
Jünger, esa tempestad literaria germana, proponía dos actitudes posibles para
atravesar este tiempo incierto, esta época de Kali Yuga, privada de firmamento
y sentido. Una es la del “rebelde”, traducción del Waldgänger alemán
(literalmente “el que se va al bosque”; el “matrero” que se ha ganado el monte,
diríamos aquí), es decir, la vida de la retirada y del aislamiento. La otra es
la del “anarca”, no anarquista sino dueño de sí mismo, de su libertad íntima e
independencia interior, y extraño a toda identificación con lo existente, sobre
todo con el fervor ideológico y el pensamiento considerado único correcto.
El
rebelde se aísla aun al precio de convertirse en un ermitaño urbano cuya
Tebaida puede ser un departamento de un ambiente. El anarca puede sobrevivir en
un nicho burocrático e incluso aparentar haberse uniformizado con el resto
desde una función oscura. Pero sin que la circunstancia, contra la que nada
puede, pueda a su turno contra él. El rebelde y el anarca son las figuras
últimas de la libertad que Jünger imagina para esta época incierta y oscura.
Nuestra
América no fue ajena al proceso de engendrar hombres míticos, desde los
conquistadores a los libertadores, pero también están las olvidadas historias
de quienes, amén de empuñar una espada, un crucifijo, un timón o un fusil,
abrieron surcos en la historia entregándose a los más puros ideales del arte.
Algunos, de origen incierto; otros, de prosapia y cuna dorada. Hombres como
Villa y Zapata, suerte de ángeles que sumergidos en las tinieblas de la
historia oficial, jamás dejaron de irradiar luz; como Rafael de Nogales, suerte
de Lafayette hispanoamericano; como Scalabrini Ortiz, solitario fiscal de la
Patria. En ellos convivía en armónica conjunción de pensamiento y virtud, los
factores que alguna vez, dijo Keyserling, harían al escritor de mañana: la
tribuna y la profecía, unidas a una expresión vivaz y depurada. Hombres como el
autor, emboscados o deliberadamente ocultados por intereses mezquinos o
intrigas de taberna. Soy testigo personal del estoicismo con el cual Bardini ha
afrontado, y afrenta, las cotidianas miserabilidades (que lejos de ser
patéticas son pérfidas) de los oradores rentados y cagatintas de letrina que
pululan en redacciones, editoriales, despachos y poltronas de las “casas de
altos estudios”.
Hace
algunos años, en una entrevista publicada en el diario Tiempo Argentino, José
Bianco confesó: “Una democracia debe combatir, para ser tal, el sufrimiento y
la injusticia. No hace falta ser un escritor, basta con ser una persona decente
para compartir esa idea. Porque un escritor, a quien le repugna el sufrimiento
del pueblo, también forma parte del pueblo y por eso debe ser capaz de sufrirlo
todo para mantener intacta su libertad intelectual. Aunque en esa libertad vaya
incluida la de morirse de hambre”. Mantenerse acorde a esta actitud le había
significado a Bianco su alejamiento de la revista Sur, cuya dirección estaba a
cargo de una dama que bien podría haber llevado el infamante título de “Mujer
del látigo”, como calificaban los lectores de la revista a Eva Perón.
Confieso
que cada vez que leo esta definición de Bianco, no puedo dejar de acordarme de
Bardini y gran parte de los locos egregios retratados en este libro,
marginados, condenados al ostracismo intelectual y a lo que para un escritor o
a una vedette de la cloaca televisiva equivale a un auténtico suicidio
profesional, el riesgo del silencio, la animosidad sorda, el rumor
desprestigiante, la hostilidad rencorosa y la condenación a la última fila,
como sucedió con Ugarte y Scalabrini Ortiz.
Sin
pretender escalar las alturas de los últimos nombrados, el autor y quien
escribe hemos pasado en nuestra aventura literaria por idénticas Horcas
Caudinas, sólo que los “insultos que nos escupen día a día los cuadrumanos de
la tinta y el papel” lo profieren cabezas de tacho con cabello de cuerpoespín,
que se definen como “nacionalistas” y saludan con el brazo extendido, o
burgueses/as marchitos por el otoño de la vida, cómodamente repatingados en
despachos universitarios o ministeriales, responsables de la imaginería de un
positivismo que metaforiza desde la biología (en el caso de los “intelectuales
que golpean cacerolas”) o, al decir de Nietzsche, “enturbian las aguas para que
parezcan más profundas”.
José
Ingenieros, casi un siglo atrás, hablaba de la simulación en la lucha por la
vida y mencionaba la simulación de la locura. En 1904, el doctor José María
Ramos Mejía hablaba de la simulación del talento. En cuanto a los simuladores
de talento, sólo saben simular la locura, lo exterior de la creación. Copian la
exterioridad intrascendente y humana del artista, sus tics, sus manías. Simulan
la locura loca, pero no pueden aprehender su alma. Y, verborrágicos y
estériles, contraídos y convulsos, invaden los medios, pululan por las
exposiciones y fatigan los pasillos de las redacciones.
Bardini
los define como “intelectuales a la carta y conferenciólogos afiliados al club
del elogio mutuo, la premiación recíproca y las escaramuzas a los codazos para
salir en la fotografía, cultores orales de un concepto de Patria Grande que en la
práctica no excede los límites municipales”. Y es generoso, dado que en
realidad no son otra cosa que macaneadores orgullosos de haberse librado de la
“tiranía de la coherencia y la verdad” agrupados bajo el difuso término de
“posmodernismo”, para ocultar su aridez conceptual, su pensamiento de sirga.
Falsificadores de moneda cultural, menestrales de las palabras, clochards
disfrazados de intelectuales, alquimistas que transmutan mierda en palabras, su
producción se resume en títulos como “La nada es todo”, “Dialéctica de la
ebriedad”, “El placer del suicidio”, “Semiótica del orgasmo”, “Falocracia
matemática” y barbaridades similares, que fueron convenientemente promocionadas
por algunas “gestiones culturales” a nivel nacional y provincial.
En
realidad fueron y son élites culturales divorciadas del pueblo y la realidad,
denunciadas por Ramón Doll como responsables de que “nuestra cultura haya
vivido desasida, desprendida del país”. Decía el recordado Jorge Abelardo Ramos
que “los poetas argentinos que más se ocupan de lo mágico, lo angélico, lo
delirante o lo metafísico, están a mil leguas de rehacer en sí mismos todos los
procesos de iconoclastia, enfermedad y locura que dotaron al arte europeo de
artistas en estado salvaje. Nuestros intelectuales traducen pasiones ajenas:
desarraigados, sin atmósfera, sombras de una decadencia o una sabiduría que
otros vivieron. De ahí que la literatura argentina posea ese carácter gris,
igualitario y pedante que aburre e indigna”.
Pensamiento
de sirga, remedo de estilos y conceptos que arribaba a nuestras costas como los
restos de un naufragio, terminología estéril sobre la cual vanamente intentaron
advertir publicistas como Pablo Rojas Paz desde las páginas de la revista
Martín Fierro allá por 1927: “Contra nosotros se han inventado palabras
temibles y largas. Norteamérica inventa el Panamericanismo, Francia descubre el
latinoamericanismo, España crea lo del hispanoamericanismo. Cada uno de esos
términos esconde bajo su mala actitud de concordancia un afán no satisfecho de
imperialismo. De cuando en cuando estos imperialismos creen conveniente una
demostración de fuerza a la que sigue una protesta formal… Nosotros estamos
organizando un idioma para nosotros solos y de aquí nos vendrá la libertad. Es
un signo de potencia espiritual de un pueblo el de transformar el idioma
heredado”.
Todavía
perduraba la resaca de la ebriedad del Centenario, donde la oligarquía
portuaria festejaba el remplazo de una administración colonial por una
neocolonial, mientras algunos cerebros lúcidos como Ricardo Rojas se
preguntaban qué grado de cosmopolitismo podíamos soportar y otros como Manuel
Ugarte, verdadero Ulises de América, navegaban en solitario la geografía de la
Patria Grande exhortando, vanamente, a la articulación de un Zollverein propio
como ya lo había realizado exitosamente la nación alemana. Esto implicaba
retomar lo que había sido en la etapa colonial, pero hacerlo críticamente.
Arturo Andrés Roig sostiene que Ugarte “no ignoraba que las tradiciones nada
valen si no son asumidas desde una autoafirmación del sujeto que las ejerce. En
la carencia de esta autoafirmación y no en la carencia de un legado vio que se
encontraba el problema hispanoamericano”.
Este
anhelo intentó cristalizarlo el magisterio de Raúl Scalabrini Ortiz: “Volver a
la realidad es el imperativo inexcusable. Para ello es preciso exigirse una
virginidad mental a toda costa y una resolución inquebrantable de querer saber
exactamente cómo somos”. No hace mucho escribimos que “la voz de Scalabrini no
era un altavoz, era una conciencia. Una, dos generaciones atrás de Scalabrini
Ortiz, el ideal nacionalista no existía entre nosotros, adormecido por los
tóxicos de la reacción y el colonialismo”. Ideal que, tal como sucedió en
España con el hidalgo Dionisio Ridruejo, muchas veces fue enturbiado por los
merodeadores de las cloacas políticas, obsesionados por la facilidad del golpe
militar, que les ahorraría la lucha larga y dura del opositor al Régimen y les
aseguraría el condumio. Esta actitud respondía a una falta de personalidad
propia, originada en una desconfianza radical en las posibilidades de la
Argentina para llevar a cabo una política de signo nacionalista, llegando a
considerar un absurdo, cuando no un crimen contra los principios, que el
nacionalismo aspirara a ser un movimiento popular y mayoritario.
Es
que tal como en su momento planteó el nicaragüense Sergio Ramírez, “el poder
muy pocas veces fabrica héroes o engendra leyendas. Y la leyenda también es
enemiga de los que se hacen ricos a la sombra del poder y se despojan de sus
ideales como si se tratara de una piel incómoda. Las leyendas se tejen desde
abajo, a la luz de las hogueras del recuerdo agradecido con quienes lo dieron
todo sin pedir nada a cambio. Las cabezas de las estatuas oficiales,
generalmente huecas, no dejan nunca de quedar cubiertas por los excrementos de
los pájaros.”
La
mayoría de los condenados de estas páginas fueron por mucho tiempo, y algunos
lo siguen siendo, los villanos de la historia. Tal es el caso de Gregorio
Selser, cuya intensa trayectoria y profusa producción es curiosamente omitida
por medios que proclaman ser afines a sus ideas. Otros fueron bandoleros
execrables, responsables de asesinatos, arbitrariedades y abusos, enemigos del
nuevo orden que era necesario imponer. Los “malos” de la película. Pero la
memoria popular lavó sus nombres de culpas sangrientas y convirtió, si acaso,
sus pecados capitales en pecados veniales.
La
puerta por donde se entra al mito es muy estrecha y la mayoría de las veces no
la abre el protagonista sino el pueblo o algún hierofante. Ningún decreto le
otorgó a Villa o a Zapata el título de generales, pero ahora en México son los
únicos generales que valen. Eso me recuerda la respuesta que dio Sandino,
asesinado a mansalva también por el poder, cuando alguien le preguntó con
arrogancia quién lo había hecho general: “Mis hombres, señor”, fue la humilde
respuesta. Pero otros llegaron al mito por la azotea o la alcantarilla, en
raras conjunciones sociales o personales que adelantaban un futuro de
peripecias, ajenos al pueblo o desconocidos por la multitud, verdaderos
“psiconautas” de territorios surrealistas donde “el plomo flota, el corcho se
hunde y los aviones chocan con los autobuses”, a los que un personaje de Hugo
Pratt al que Bardini retrata con la entrañabilidad del “cuate”, agrega que “en
este país se fríen las camisas y se planchan los huevos”.
Pueden
señalarse algunas ausencias esta galería de singularidades americanas pero la
más significativa es, sin lugar a dudas, la del propio autor, con su aspecto de
marine retirado actuando de contratista en la Triple Frontera, a punto de
tomarse el último helicóptero tras alguna fechoría, o con la apariencia de
Roberto Payró o Fray Mocho en las tinieblas de la redacción, mientras susurra y
se atusa el taimadamente el bigote, dispuesto a enaltecer -o reventar- a algún
protagonista.
En
estos momentos en que los destinos del mundo son más que nunca enigma, en que
las contiendas actuales deforman violentamente las perspectivas del pasado de
pueblos y culturas, nada puede instruir tanto como un libro que nos muestre
panorámicamente los paradigmas que empedraron la senda que, tras dos centurias
de desencuentros e incluso enfrentamientos, parecería que volvemos a transitar
juntos. Porque es difícil y lleva tiempo transformar los arquetipos sociales en
seres humanos y el autor lo logra con oficio y arte al despegarlos de los datos
biográficos, al limpiarlos de las diatribas y los ditirambos, al darles
encarnadura y ponerlos en movimiento. Con maestría en el manejo del relato y la
secuencia narrativa, que no desdeña toques de naturalismo pero se afirma en el
romanticismo esperanzado de aquellos que consideran que la América profunda
arde secretamente en algunos cerebros atrevidos, este libro es un verdadero
repique de campanas para quienes consideramos -contrariamente al designio del
gobierno mundialista- que la historia no ha terminado."
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