SAN MARTÍN Y SU EXILIO EUROPEO

 *Por Pablo A. Vázquez

Ante un nuevo aniversario del fallecimiento de José de San Martín, el 17 de agosto de 1850, me parece interesante repasar su derrotero en su exilio en Europa.


Después de la entrevista de Guayaquil con el Libertador Simón Bolívar y el fin de su gobierno en Perú, regresó a Mendoza en enero de 1823 para partir a Buenos Aires, previa autorización del gobierno bonaerense, para ver a su esposa que estaba muy enferma. El fallecimiento de su esposa el 3 de agosto y la enemistad del sector unitario, liderado por el ministro Bernardino Rivadavia, lo deciden para emprender su exilio a Europa.


La última mirada a las costas porteñas indicó el adiós del Libertador, luego de años de luchas por la independencia suramericana.


“El 10 de febrero de 1824 partió San Martín de Buenos Aires – relató A. J. Pérez Amuchástegui en Ideología y acción de San Martín (1966) – llevando consigo a Mercedes e insistiendo en su argumento de que ésta necesitaba una férrea guía paterna… Para todos, sin embargo, la niña seguía siendo el pretexto”.


El Libertador tenía otros planes, no la de ser un simple señor de hogar y posterior tierno abuelo sino operar políticamente en pos de reafirmar la independencia de estas tierras frente a las potencias europeas.


La llegada de San Martín a Francia no pasó inadvertida para sus autoridades. Restablecido el rey Fernando VII en su trono español por armas galas, la policía local lo siguió de cerca, pasando informes puntillosos a sus pares en Madrid. Luego en Inglaterra buscó información sobre las pretensiones europeas en reconquistar el suelo americano. Más allá de tensiones con Alvear y Rivadavia, toda la comunidad hispanoamericana en Gran Bretaña, amén de supuestos agentes oficiosos del primer ministro Canning, y el reencuentro con su hermano Justo de San Martín, entablaron conversaciones con el héroe argentino y analizaron la situación de la época.


La Santa Alianza se erigió en amenaza de las naciones repúblicas suramericanas y San Martín operó como diplomático extraoficial, elevando informes a sus contactos en Perú y Argentina, amén de conectarse con los sectores liberales europeos antiabsolutistas.


El visado de su pasaporte entre 1825 a 1830, existente en el Archivo del Libertador en el Museo Mitre de la ciudad de Buenos Aires, según asentó en la investigación citada de Amuchástegui, da cuenta de la incansable travesía de Don José por Londres, Bruselas, Marsella París, Amberes, Ostende y demás puertos europeos. Una sola excepción: el 7 de octubre de 1828 de Londres parte a Buenos Aires. Los posteriores sucesos del asesinato de Manuel Dorrego convencen al Libertador de permanecer en Montevideo y no arribar a estas tierras para no tomar parte de las luchas fratricidas.


Hasta se le ofreció, en el marco de la revolución francesa de 1830 y de su contraparte en Bélgica, liderar militarmente la independencia belga, honor que declina, pero no sin antes sugerir un conductor para ese hecho de armas, tal como investigaron José Pacífico Otero y Vicuña Mackenna. Su rol, destaco, fue el de un vigía perpetua de la independencia del continente americano.


Patricia Pasquali, en San Martín confidencial (2000), refirió: “Desde 1834 las finanzas del Libertador habían comenzado a arreglarse y en lo sucesivo se mostrarían cada vez más estables. Presumiblemente, como resultado de las operaciones realizadas por su yerno en Buenos Aires, San Martín pudo adquirir ese año la casa de Grand Bourg, a seis leguas de Paría, en la que pasaría la mayor parte de su ostracismo en Francia. Era una hermosa finca de campo junto al Sena… vecina al castillo de Petir Bourg, donde residía el noble español Alejandro Aguado, marqués de las Marismas del Guadalquivir, quien había sido compañero de armas del Libertador, convirtiéndose veinte años después, cuando se reencontraron, en un acaudalado financista y generoso mecenas”.


En esos años tuvo una nota disonante, en lo personal, que fue el enojo con Manuel Moreno, representantes de las Provincias Unidas al éste difundir que Don José tenía en mente llegarse a España para gestionar el reconocimiento de la independencia de los países suramericanos a cambio que éstos adoptasen un régimen monárquico afín a la corona de los Borbones.


Sea por supuestas insidias del diplomático boliviano Casimiro Olateña o por infundios que tomó el propio Moreno, sin consultar directamente con el Libertador, lo cierto que generó un enojo duradero en el vencedor de Chacabuco y Maipú.


Seguía en su mente volver a su tierra? Para la citada historiadora: “La idea de retornar a su país fue diluyéndose. A tal punto que promovió el retorno a Francia de sus hijos y su nietita, no sólo porque consideraba conveniente esperar a que el horizonte político argentino se despejase, sino además porque sus padecimientos de salud se habían agravado en 1835. Por otro lado, Mariano (Balcarce) había sido separado del empleo de primer oficial de la secretaría de negocios extranjeros; aunque a pesar de ello, San Martín no había mirado con disgusto la caída de Balcarce y en adelante se mostraría conforme con la evolución política que llevó a la instauración de la dictadura rosista”.


La relación del Libertador con el Restaurador de las Leyes, que dará lugar a otra nota más extensa sobre el particular, cruzó todo el período final de la existencia de San Martín. Del bloqueo francés de 1838 a la Guerra del Paraná, entre 1845 a 1846, dio cuenta en su carta tanto a Rosas como a los habituales interlocutores del anciano general.


Bartolomé Mitre, en su magna obra sobre el prócer, señaló que “vivió largos años triste y concentrado, pero sereno, llevando el peso de su ostracismo voluntario”, y que “sólo una vez se reanimó su antiguo entusiasmo, y fue cuando, por un estrecho que estaba en su naturaleza y en su antecedentes históricos (sic) creyó ver amenazada la independencia y el honor de la patria por las cuestiones de la Francia y la Inglaterra con el tirano Rosas (1845 – 1849), manifestando… que la América era inconquistable por la Europa”.


Se lamentó Mitre que “consecuente con este modo de ver, legó al tirano de su patria “el sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sud – son las palabras de su testamento – como prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que el General Rosas ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. En presencia de la muerte – afirmó Mitre, perplejo ante la acción del Libertado para con Rosas, el enemigo declarado del militar historiador – como en el curso de su carrera heroica, él no veía ni quería ver otra cosa que la independencia, que fue la pasión de su vida”.


La unión de ideas y sentimientos entre ambos hombres fue absoluta. Efectivamente, el 23 de enero de 1844 el testamento del Gran Capitán asentó, en su artículo 3°, la entrega del glorioso sable al Brigadier general Juan Manuel de Rosas, el que posteriormente fue donado al Museo Histórico Nacional por la hija del Restaurador, doña Manuelita Rosas de Terrero, llegando al país el 4 de marzo de 1897.


La ceguera, producto de la catarata, y el aneurisma latente dieron la estocada final a su cuerpo. Pero su alma siguió firme, al punto de ofrecerse a Rosas en combatir si hiciese falta contra los invasores europeos. Hasta el último minuto pensó en su tierra y en su libertad.


“Ésta es la fatiga de la muerte”. Palabras que inmortalizaron los últimos suspiros que el Libertador dio, falleciendo en brazos de su hija.


Un 17 de agosto de 1850 entró en la historia.



*Licenciado en Ciencia Política; Secretario del Instituto Nacional Juan Manuel de Rosas.


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