ROBERTO ARLT: DEMOLIENDO MODELOS




En 1926, Enrique Santos Discépolo escribió Qué vachaché. Lo estrenó en Montevideo y resultó un estruendoso fracaso. El autor, recordando el comentario de un uruguayo a la salida del teatro: “este hombre no volverá a escribir un tango”, asegura que, en realidad, la letra no era mejor ni peor, era distinta, “enfocaba la vida de otro modo”. En ese mismo año, Homero Manzi escribe su primer tango: Viejo Ciego. También publican otros poetas que estuvieron cerca del tango: Nicolás Olivari, Musa de la mala pata; Raúl González Tuñón, El violín del diablo. Crece la narrativa: Ricardo Güiraldes edita Don Segundo Sombra; Horacio Quiroga, Los desterrados y Eduardo Mallea, Cuentos para una inglesa desesperada.

Es en ese prolífico año que Roberto Arlt inicia un tipo de novela que, de acuerdo a la predicación de Discepolín, “enfocaba la vida de otro modo”. De paso desenmascaraba la moralina que juega a las escondidas tras “las grandes palabras”, o anda de “disfrazao sin carnaval” con el taparrabos de la antepenúltima moda o teoría europea, norteamericana o rusa como se quejará poco después, Raúl Scalabrini Ortiz en El hombre que está solo y espera.

En el Juguete Rabioso, que Arlt había bautizado La Vida Puerca en un intento de fonetizar la maldición de nuestros abuelos italianos (la porca vita!), dejó pasar a la escritura los sonidos y la furia de la realidad que, aunque parezca mentira, no es sólo discurso, existe. Pasó así del “placer del texto”, especie de autoerotismo postmodermo, a la “terrible alegría” que para emerger debe configurarse con “requechos” de discursos mutilados, con las hilachas sueltas de textualidades en derrota. Esta operación es imposible si no se concretan incursiones previas y constantes de cirujeo por los basurales del texto canónico que, a pesar de todo , no deja de ser un telar mágico. Es un acto de sobrevivencia que consiste en rescatar las hebras o hilachas que conectan a la gran trama geocultural del sentido profundo, es decir, al geotexto que es global y particular al mismo tiempo, expresa a la nación y al mundo y está construida como poética del espacio-tiempo. Necesita, por lo tanto, emisores y destinatarios con nuevos órganos de percepción y exploradores de nuevas zonas de prospección y explotación de reservas semánticas que siempre son renovables. Toda modelización no apresurada no puede dejar de reconocer que sólo el balbuceo contiene lo nuevo, como la “pavita de agua” de Macedonio Fernández que “aprende de nuevo a silbar cada vez que la ponen al fuego”.

Ahora bien, esta convocatoria al climax geocultural de El Juguete Rabioso tiene que ver con ciertas recurrencias discursivas que suelen organizar la retórica fatalista de los relatos periodísticos. En efecto, las palabrasvandalismo, vándalo, vandálico, y expresiones como acción vandálica, hechos vandálicos acaparan titulares y centran semánticamente casi todos los párrafos de las crónicas que dan cuenta sobre las fechorías desatadas por adolescentes en sus propias escuelas hasta que según el cronista se “convierten en lugares inapropiados para educar”.

Se prueba y contraprueba, además, que los destrozos y saqueos provienen “en su mayoría de menores de edad” y, con frecuencia, de alumnos o exalumnos de los mismos establecimientos. A partir de estos datos por todos conocidos, se me ocurrió desenredar la desmadejada urdimbre del texto de Arlt.

El juguete rabioso

 

 Recordemos que el protagonista de El juguete rabioso, Silvio Astier, es un adolescente de catorce años. Según Raúl Larra (1950): “Es la adolescencia de los de abajo lo que este libro refleja”.

El primer capítulo se titula “Los Ladrones” y cuenta las aventuras de la banda organizada por Silvio y sus amigos. Son seres caídos en el desamor, la humillación, la desocupación. Se mezclan el hijo del inmigrante y el de familia venida a menos. Los jóvenes deciden crear un Club de Ladrones, porque el dinero “adquirido a fuerza de trapacerías” les parecía “más valioso y útil”, “les hablaba con expresivo lenguaje”, “les susurraba en las orejas un elogio sonriente y una picardía excitante”, era “un vino generoso que arrastraba a divinas francachelas”. En otras palabras, están hechizados por el poder mágico del dinero instituido como lengua social básica y patern organizador del sentido.

Estos jóvenes saben sobrevivir con astucia, saben cuerpear la goma de la yuta y devoran los folletines que les provee un zapatero andaluz deforme y cojo. Los folletines vendrían a ser el equivalente de las series e “informes” actuales: por un lado instauran modelos; por otro, estigmatizan al propio lector como no culto, como carente de los saberes legitimados por la sociedad. Marginados de los bienes materiales y culturales, eran chusma.

Pues bien, los jóvenes, entre otras fechorías, deciden saquear la escuela. Como Diego Corrientes, el héroe de las novelas por entrega, esperaban dar al pobre lo que le quitaban al rico y tener una mujer en todos los cortijos. Marchan ya los adolescentes a robar la escuela. Los acecha el temor, los empuja la atracción del peligro: “No hay más que saltar la verja que da a la calle y al patio”, dice uno.

¿Qué esperan robar? La biblioteca. ¿Qué libros eligen? Los tomos que puedan valer más dinero al venderlos. A lo mejor alcanza para una Browning. Junto con los libros, cargan sus frustraciones: “el profesor de geografía me tiene rabia”, “Eleonora no quiere ser más mi novia”. Por eso se otorgan desquites: uno carga con la geografía de Malte Brun; otro, con los poemas de Charles Baudelaire. ¿Cuánto roban en definitiva? Treinta bombitas eléctricas y un pesado lote de libracos. ¿Qué esperan de su robo? Unos cuantos pesos y también poesía, luz. En realidad su robonada tiene que ver con los grandes negociados que han azotado a la nación desde los primeros gobiernos patrios tal como lo denunciaran en sus habladurías los conversadores gauchos de Bartolomé Hidalgo. Se parecen más bien a Vizcacha, otro excluido: “lo que juntan” los chicos es el esquivalente a las guascas amojosadas, la pava abollada, el poncho harapiento y las argollas que se había agenciado el buen viejo del Martín Fierro.

Cuando regresan, están a punto de ser apresados. Terror. Angustia. Y la superación del trance por la aceptación del riesgo, por la opción del peligro como afirmación existencial. Soy reo, luego existo: “hubiéramos querido despertar a los hombres para demostrar qué regocijo nos engrandece las almas cuando quebrantamos la ley y entramos sonriendo en el pecado”.

Por cierto, los adolescentes de hoy no roban, en general, libros pero sí sucedáneos culturales: equipos de audio, trebejos deportivos y en lugar de quedarse con un libro de poemas, se reservan un CD lleno de sonidos capacitados para vencer la imposibilidad de alguna esquiva Eleonora. Pero, a lo mejor, como los protagonistas de El juguete rabioso, también marchan “estremecidos de coraje sonoro”, “de sabrosa violencia”, dispuestos a “romper lo mediocre” y escuchando “las palabras tristes escondidas en el corazón del hombre”.

Desarmando escuelas

En 1926, “y en el dos mil también”, la solución parece consistir en estudiar sistemas de seguridad, disponer “la guardia permanente de las escuelas” y en comprobar que no alcanza toda la policía para lograr el objetivo. Ayer como hoy, la imaginación de los medios de comunicación no alcanza más allá.

Traemos, entonces, algunas reflexiones que no nos pertenecen, pero que pueden aportar a la dilucidación del problema.

La cuestión, dice el brasileño Luis Roberto Alves, consiste en que “descubramos que el príncipe está vestido de mendigo” (1986,130). Plantea que “las áreas periféricas urbano-industriales están proponiendo políticas de cultura”.

Parte de estas comprobaciones: 1) en esas concentraciones importa la diversidad cultural sobre todo por sus “riquezas y diferencias”; 2) una política cultural coherente debe advertir que la diferencia es una expresión de creatividad y por lo tanto cabe preguntarse con qué patrón se establecen los niveles de calidad, quién mide “los grados que separan lo ignorante de lo culto”; 3) por lo tanto la ignorancia y la cultura son reveladores de patrones impuestos.

Los grupos populares han comenzado a decodificar y usar los instrumentos tecnológicos de tal modo “que ponen en jaque el modelo y los clasificadores emergentes del mismo: “Un baile popular es diferente de un festival de Fellini, pero es igual en importancia, porque responde a los intereses de los receptores reales, así como los varios niveles de lenguaje satisfacen las necesidades de comunicación de los hablantes concretos”(130).

Un ejemplo burdo, adaptación sin desarrollo, podría ser este. Los sectores dominantes de la ciudad de Córdoba, Argentina, reproducen el modelo europeo de cultura (museos, teatros, parques) como forma de reproducir simbólicamente su pasado y legitimarse como “como protagonistas, representantes y portavoces” de la historia de todos. Entonces, los maestros llevan, por ejemplo, a los alumnos al museo: visita gratuita, obligatoria, previas advertencias y amenazas sobre comportamientos, gestos, modulaciones de voz.

Ahora bien, los fines de semana, el “pueblerío” prefiere jugar al fútbol en los espacios verdes y refrescarse bajo los árboles del Parque Sarmiento. Los chicos juegan en las escalinatas del Museo Caraffa y el Teatro Griego, se bañan en cualquier fuente o chorro de agua, montan los leones del monumento de Manuel de Falla. Un cronista de LA VOZ DEL INTERIOR (05/08/2000, p.13 A) recoge esta risueña queja de la vecina María Isabel: en algunas zonas del parque “reina la anarquía total, no se puede pasar por la vereda porque las pelotas vuelan sobre la cabeza de la gente”.

En realidad se trataría de una muestra de heterogeneidad cultural: la discrepancia entre los realizadores y los usuarios del museo y la escultura. Usar un monumento de un modo distinto al previsto no sería entonces anarquía, ni vandalismo, sino transformación simbólica, redefinición de funciones de las instalaciones de acuerdo a las propias necesidades y concepciones. En otras palabras, los lugares, cuando se pueblan, también textean.

Veamos ahora algunas conclusiones de Alves. Tienden, sin duda, a enfocar de un modo distinto el problema de los saqueos y destrozos en las escuelas. Citamos:

1) El poder público: “tiene la obligación (si quiere ejercer un gobierno democrático) de respetar las hablas sociales en sus particulares circunstancias de la vida”;

2) La ignorancia: En lugar de pretender sacar a las personas de la ignorancia, debería oírlas para conocer el saber específico de las mismas;

3) La distribución de recursos: “considerará esa igualdad (todos saben), dentro de las diferencias”;

4) El uso de los bienes públicos: las escuelas construidas para educar parecen estar dirigidas a imponer ideales culturales de “los que mandan” y a inculcar los valores patrióticos desde la perspectiva de los dueños del poder;

5) El abismo entre escuela y población: “se agranda en los sectores periféricos y por eso “ocurren depredaciones, saqueos y otras formas de violencia contra la propiedad escolar” y contra los docentes;

6) Las autoridades educacionales: deberían “descubrir que el pensamiento y la expresión de los especialistas y propietarios de la escuela están separados por un abismo de los posibles interlocutores”. Por eso espejean “la alienación, la distancia y la rebeldía”.

Por último:

“Los especialistas en educación (…) deberían descubrir cabalmente las formas especiales de saber de los receptores y vecinos de la escuela, para que esta sea de ellos no sólo en cuanto a su imagen externa, sino como realidad interior y como instrumento materializable, día a día, para el uso comunitario”

Hasta aquí, una armazón de citas mutiladas. Su objeto, ayudar a desarmar ese juguete rabioso de las escuelas saqueadas. Des-armar en doble sentido: desarticular para conocer mejor la realidad y requisar los instrumentos de cualquier violencia.

Bibliografía consultada:

ALVES, Luis Roberto, 1986: “Comunicación y cultura popular: la prosopopeyas del camino en medio del remolino” (en: FESTA, Regina et alii, Comunicación popular y alternativa, Buenos Aires, Ed. Paulinas.

ARLT, Roberto, 1950, El juguete rabioso, Buenos Aires, Ed. Futuro

FERNANDEZ, Macedonio, 1993: Museo de la novela eterna, Madrid,Coedición FCE e alii

LARRA, Raúl, 1950, Roberto Arlt, el torturado, Buenos Aires, E. Futuro

LUGONES, Leopoldo, 1921, El tamaño del espacio. Ensayo de una psicología matemática, Buenos Aires, El Ateneo


Gentileza de: Confusa Patria

Comentarios