LA DINÁMICA PLEBEYA REHÍZO EL HORIZONTE POLÍTICO



 
(*)Alejandro Horowicz

¿Como entender a millones apretujados cerca del Obelisco porteño? ¿Qué festejaron mientras el grupo Fuerza Bruta escenificaba momentos fortísimos de la historia nacional? ¿De donde sale esa vibrante vitalidad bullanguera que sacudió la Capital como muy pocas veces? ¿Cómo empalma con la reapertura del Teatro Colón? ¿Y que tiene que ver con la política esta serie de preguntas encadenadas?
Respetemos el orden. Cuando  millones se lanzan a la calle, pasan dos cosas en el contradictorio sentimiento colectivo: una cierta perplejidad -contado esto desde la inocencia- se apodera de los que no participan; un vínculo se establece entre los caminantes. La perplejidad abre paso a la observación televisiva -ver lo que otros hacen- y en ese punto cada cual elige si la TV es todo su menú o si la calle tiene lugar para otro invitado. En suma, a diferencia de cualquier programa tradicional, la inclusión en una experiencia directa resultó el polo más dinámico; experiencia posible porque la calle perdió ese aspecto amenazante, para volverse ampliación del espacio personal. El pacto de convivencia pacífica recobra potencia unitiva, el lazo social gana elasticidad, la fiesta es posible.
Esta es la primera aproximación. Una sociedad conmocionada por su trágica historia reciente, encuentra un motivo de fiesta: sentirse viva y potente, esto es, la posibilidad de un futuro menos abrumador. No se trata de un deseo insensato, sino de una constatación fáctica: no solo la distancia entre el fondo del pozo del 2001 y la situación actual existe, además otras sociedades erigidas como modelo deseable  y deseado se hunden a la vista de todos. La película griega la sufrimos demasiadas veces, y no tener que volver a soportar la española aporta no poco optimismo. La calle festejó, la calle festeja, que el horizonte del Bicentenario difiere de las condiciones de ingreso al milenio. Un nuevo rumbo colectivo parece posible.
Claro que la multitud no se congregó de cualquier modo. Diqui James sostiene: "Señoras y señores todo lo que sucede aquí es real. Tan real como su perro. No hay decorados. No hay convenciones teatrales. Todo tiene un rol en la acción. Prepárese". El director de Fuerza Bruta sabe de qué habla. No solo dirigió Organización Negra y De la Guarda,  lo que no es poco decir, sino que a la cabeza de 2000 actores -mas o menos improvisados- y una férrea disciplina de vanguardia, conquistó su público mediante una conjunción imbatible: calidad e impacto. Es decir, no se trató de una visión monocorde de la historia nacional, lo que no supone asepsia política, sino una fiesta de la diferencia. Militares sometidos a las indicaciones del notable director argentino, mezclados con actores variopintos, con la fuerza de un carnaval delirante, materializaron  una historia nacional a medio digerir. La sociedad vio desfilando por sus calles el temario del drama argentino a medio pensar. Todo mezclado con felices escenas fundacionales. La evitable explosión del 2001 requirió de la victoriosa estrategia del genial San Martín, y la golpeada industria nacional contó con el éxito mundial del tango.  Esta es la segunda aproximación, el bicentenario abrió otra posibilidad de elaboración colectiva. No se trata de ignorar las llagas, a condición de no reducirlo todo a catástrofe.
Una suerte de extremismo mediático nos contó que la distancia entre Auschwitz y Buenos Aires era mínima. Toda clase de amenazantes desgracias, amamantadas desde el gobierno, pondrían en peligro las instituciones. Tanto que los obispos, en cadena nacional, reclamaron por su sacrosanta independencia. Sorprendente, habida cuenta que en las oportunidades donde las instituciones estuvieron muertas y enterradas, como en el 76, callaron. Eso no es todo, pocas veces una exigencia tan repetida goza de tan buena salud. Casi nadie cree que el Congreso responde al ukase presidencial. Casi nadie cree que la Suprema Corte se allana a los deseos de Balcarce 50, y los decretos de necesidad y urgencia -por primera vez limitados- muestran que el conflicto de poderes contiene la vitalidad de las instituciones. La política no es otra cosa que procesar conflictos. Por tanto, comparar estas instituciones con las del Centenario suena a humorada salvaje.
Recordemos, en 1910, desde la proclamación de la Constitución del 53, nunca se había votado libremente. Ni una sola vez el presidente surgió del plebiscito popular. Por tanto, la división de poderes solo existía en el papel, ya que el Congreso se elegía a dedo, al igual que los integrantes de la judicatura y las demás autoridades. El unicato era la fórmula consagrada.
Esto no impide que Martín Lousteau escriba en Clarín: "En los tiempos del Centenario, el ingreso por habitante argentino era el octavo del planeta y equivalía al 70% del de los EE. UU.; hoy ocupamos el lugar número 45° de dicho escalafón y el PBI per cápita es apenas un tercio del estadounidense. Resulta claro que en materia de desempeño económico los últimos cien años han estado marcados por un deterioro relativo".
Los datos son exactos, la explicación equívoca. El valor de ese producto estaba impulsado por el precio internacional de las materias primas. Derrumbados los precios, se derrumbó el PBI per cápita. No era esa la diferencia con el PBI de los Estados Unidos. Es cierto que allí también exportaban materias primas, mientras aquí solo se exportaban materias primas. Y la crisis del 30 nos recordó que Dios solo es argentino a veces.
Esa visión estática del Centenario tiene marcas de clase. Esta clase de visión puede sintetizarse arquitectónicamente: el edificio del Banco Nación o el Teatro Colón. Ambos, recuerdan el monumentalismo ornamental, la sustitución de la sociedad por una élite millonaria, confundir fasto con riqueza. Pese a las variaciones del mundo, esa perspectiva permanece. No en vano Mauricio Macri festeja el Bicentenario en el Colon. Por cierto, su lista de invitados, de glamorosos apellidos medíaticos, difiere de los que concurrieron a la cena con la Infanta Isabel. Alfredo Martínez de Hoz está preso, y sus parientes y amigos compiten ahora, sin demasiado éxito, con Mirta Legrand y Susana Giménez.
Y la TV comprendió: postales opuestas: un recuadro mostraba el Colon, el resto la bullanguera fiesta del monstruo. 2.700 invitados que van a ver ballet solo si Macri invita, un programa musical ñoño, chocaron con la Argentina plebeya y vanguardista. Lo obvio, de un lado; lo novedoso, del otro. La fiesta menemista y el jolgorio popular coexistieron, coexisten, se trata de saber cual terminara primando.
Nada volverá a ser exactamente igual, por eso todos tratan de adivinar lo mismo: ¿a quién favorece este inesperado cambio?  La respuesta es obvia: a la sociedad. La fuerza política que sintonice con la nueva tendencia, esa es mi hipótesis, arrasará. Los encuestadores, como representantes de los dioses en la tierra, intentan develar la incógnita. Temo que no es tan sencillo. Este descomunal desenfado colectivo muestra nuevas potencialidades; es decir, nuevas posibilidades. Y esa subterránea riqueza suele expresarse en nuevos actores o la transformación de los existentes. De lo contrario, todo sería una magnífica ilusión que el talento de James nos insuflara, un acto de prestidigitación sin antecedentes. Creo que no hay demasiadas razones para tanto pesimismo militante.



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