ROMA NO PAGA TRAIDORES



(*) Carlos Alberto Girotti 
A mediados del segundo siglo antes de la era cristiana, un joven pastor lusitano se hizo guerrero y enfrentó con éxito a lo mejor de las tropas romanas. Viriato, así se llamaba, manejó con destreza a las tribus ibéricas y, combinando la guerra de guerrillas con los combates de línea, obligó a los invasores a firmar la paz y a que lo reconocieran como líder de Lusitania, la antigua provincia limitada por los ríos Guadiana y Duero.Pero la pax romana siempre fue dura. Un año después, los conquistadores convencieron a tres embajadores de Viriato para que lo mataran mientras dormía. El pastor seguía siendo un peligro y los asesinos, tras cumplir con el oscuro cometido, volvieron hacia el campamento romano para cobrar su paga. Pobres ilusos: el jefe invasor ordenó que los ejecutaran no sin antes hacerles saber que “Roma no paga a traidores”. Así y todo, los seguidores de Viriato pudieron recuperar más tarde sus tierras invadidas.Esta misma historia, aunque en tiempos y geografías diversas, se ha repetido hasta el hartazgo. Sin embargo, es como si nunca hubiera ocurrido; una suerte de amnesia generalizada ha hecho que numerosos imitadores de aquellos tres embajadores lusitanos ensayaran idéntico camino para acabar con la misma suerte que sus predecesores. Ahora es el turno de Cobos.


 Elevado al pedestal de los héroes republicanos tras su ya tristemente famoso voto “no positivo” y ungido casi por unanimidad como la gran esperanza blanca para las elecciones presidenciales de 2011, de repente es apedreado y lapidado por su desempate “no negativo” en la cuestión Redrado.

No ha faltado escriba del poder real que no enjuiciara con fiereza al atribulado vicepresidente, para no hablar ya de la inmisericorde reacción de sus correligionarios, ni de la de los seguidores de la Nostradamus local. Lo bajaron del caballo al que lo habían montado y parece que están a punto de atarle un pie a uno de los estribos y azuzar al animal para que lo arrastre hasta hacerlo perecer. Una brutalidad, qué duda cabe, pero es que esta gente no se anda con chiquitas. A tal punto es así que Prat Gay, que no había ocultado sus críticas a Redrado y hasta se esperaba de él que apoyara la remoción, acaba de entrar al Olimpo como un disciplinado republicano y un demócrata consecuente con sus principios sólo porque acató el diktaat de Elisa Carrió.

Las pobres derechas de este país no dan pie con bola. Es cierto que nada les hace perder su ferocidad y, por eso mismo, su primer gesto visceral es comerse los hígados entre ellas cuando algo les sale mal. Y esta vez no sólo les salió mal sino que, además, nuevamente el Gobierno salió por arriba y por izquierda del cerco que le habían tendido. Es demasiado.
Han perdido más que lo que esperaban. Primero lo perdieron al muchachito de oro que presidía el Banco Central, celoso guardián de la autonomía liberal y firme custodio de las reservas. Después lo perdieron a Cobos, el inmaculado candidato que derrotaría a los Kirchner en 2011 (o antes, si las cosas pintaran de otro color, quién sabe). Quizás les quedaba el consuelo de que lo nombraran a Mario Blejer, pero ni eso: la sonrisa imbatible de Mercedes Marcó del Pont tapó hasta los frontispicios del banco y, para colmo, viene para llevarse puesto el viejo estatuto de la institución. Una derrota en toda la línea, que se agrava aún más si se piensa que en los países de la región no hay ninguno que haya intentado modificar en serio el papel de su respectivo Banco Central. De allí que los perdedores se ensañen consigo mismos mientras no atinan a imaginar siquiera cuál será el próximo paso presidencial. Aunque con esos tipos de las derechas nunca se sabe. Quién te dice, mañana, a falta de algo mejor, lo vuelven a poner a Cobos en lo montura y, como un pobre remedo del Cid Campeador, lo hacen galopar muerto al frente de todos sus jinetes. 


Por ahora, sin embargo, esta situación bien vale un brindis, un descorche a cuenta, una vuelta para todos los amigos y, si hay tiempo, comer un buen asadito de carne de cerdo que, como acaba de ser público y notorio, puede traer beneficios adicionales para el cuerpo y el espíritu.
Está todo bien. Roma, los traidores, la alegría por el triunfo pero, para no faltar a la verdad, la construcción del consenso es otra cosa. No es que estén de más las maniobras en la superestructura de la política, como tampoco se trata de despreciar la vieja técnica futbolera de poner corazón y hacer pases cortos. Pero habrá que convenir que con eso solo no alcanza.
Para que el proyecto que se iniciara en 2003 perdure e, incluso, para que desde sí pueda superarse a sí mismo, es preciso asumir –con toda la conciencia dramática que es propia de los liderazgos históricos– que el territorio donde se construyen las verdaderas hegemonías es el de la sociedad civil. Es allí que son sometidos a prueba los bosquejos o tentativas de un nuevo paradigma moral, porque la noción del bien común –antitética a la del bien privado– sólo puede expresarse como dominio público. Lo público, así, remite a un modelo de sociedad, aun a un modelo de sociedad en transición que pugna por salir de la oprobiosa matriz neoliberal y que, sin embargo, no puede dejar de disputar con esta última. Claro: no se trata de una disputa en el aire.
Las fuerzas antagónicas que aquí intervienen y que pugnan por la dirección del conjunto de la sociedad no son fuerzas idénticas pero, precisamente por ello, resultaría suicida no promover aquella fuerza que potencialmente apunta a la superación de lo existente, aun cuando todavía carece de una manifestación o expresión orgánica.
Y éste es el nudo de la cuestión. El Gobierno debe abrirse a la sociedad civil, dejar de confiar pura y exclusivamente en su olfato y reflejos y comenzar a tomar el riesgo de proyectar otros protagonismos. No se trata de cooptar nuevos y mejores profesionales de la política ni, como aconseja alguno que ya abandonó el barco, hacer un recambio generacional para travestir a modernos y disciplinados gestores del establishment. Al contrario, debe abrevar en lo más genuino de los actores sociales, políticos, gremiales, culturales, profesionales, técnicos, etcétera, que no han dudado ni dudan en defenderlo cuando es atacado y, no obstante, suelen no ser escuchados ni tenidos en cuenta a la hora de las decisiones.
La hegemonía, para decirlo a la manera gramsciana del vicepresidente boliviano Álvaro García Linera, es la capacidad de conducir a las mayorías pero, sobre todo, a los que no piensan como uno. Pues bien, tal es el desafío para ganar en 2011: edificar un liderazgo moral fundado en la demostración cabal de que el protagonismo colectivo no es una gárgara electoral, sino la condición inexcusable para transitar hacia una sociedad más justa, igualitaria, equitativa y fraterna. Mientras ese protagonismo no sea promovido, reconocido y jerarquizado como estrategia política, hay serias posibilidades de que desde el bando contrario monten a un Campeador cualquiera para ganar la disputa en el minuto final. Entonces ya será tarde hasta para acusar a Roma.

   Publicado en Buenos Aires Económico
Fuente: Mensaje Walsh

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