LA MEDIOCRACIA Y LOS MEDIOCRES



*Por Claudio Díaz

(O por qué será clave tener una nueva Ley de Radiodifusión)
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La diputada (o el diputado, porque no se trata de una cuestión de géneros) llega hasta el inmaculado edificio de la calle Tacuarí, se presenta en la oficina del impoluto gerente y a la primera seña que capta se dirige servilmente hacia su escritorio.

“Venga, aquí va a estar más cómoda”.  Se sienta sin pudor alguno en el regazo del anfitrión (en el regazo del poder) y se deja dar cuerda como un muñeco obediente. “No respire por unos segundos; quédese tranquila que no le va a doler…”. El gerente-geronte puede llamarse Rendo. O Gowland Mitre, si es que la legisladora concurrió a otro edificio, esta vez de la calle Bouchard. En cualquier caso, esos señores saben cómo tratar a las marionetas.     

“A ver… ¿ya está lista?  Bueno, la escucho…”.

“La reforma de la ley de radiodifusión es nada más que una herramienta para que el gobierno someta a los medios de comunicación y no haya libertad de prensa”.

“¡Muy bien, muy bien…! Vamos, repita otra vez…”

“La reforma de la ley de radiodifusión es nada más que una herramienta para que el gobierno someta a los medios de comunicación y no haya libertad de prensa”.

“¡Excelente! Eso es lo que queremos escuchar… Muy bien, diputada Giúdici. Creo que con usted y el senador Morales haremos un gran trabajo. Ahora vaya tranquila que la van a llamar del diario, del canal y de la radio… Ya sabe lo que tiene que decir. Je, desde mañana su nombre va a figurar en todos los medios. Le va a servir mucho para su carrera política…”.

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Así opera el nuevo sistema de poder de la Argentina. Una oligarquía periodística que, como correa de transmisión del establishment mundial, se arroga la misión de redactar, difundir y poner en boca de sus chirolitas el pensamiento único, el pensamiento políticamente correcto, para que toda la comunidad sepa que no hay otro camino posible de tránsito que no sea el que marcan los dueños de la riqueza. Un sistema, la Mediocracia, que para sembrar su “verdad” en el terreno de la opinión pública se vale de una clase de dirigentes, los mediocres, que con tal de saciar su voracidad material se han convertido en los esclavos que aceitan la cadena reproductora del discurso hegemónico.         

Políticos sin vergüenza hubo en todos los tiempos. Pero, al igual que sucede con las cucarachas, encuentran mejor clima al calor de las grietas sórdidas y oscuras de los medios, hacia donde se arrastran en busca de su alimento. En los últimos años, la mayoría de ellos se apiñan en torno de los manteles del Grupo Clarín para alcanzar alguna migaja del menú mediático.
A falta de partidos políticos creativos y novedosos en la oposición, en ausencia de instituciones creíbles y confiables, y con un gobierno todavía frágil que debe enfrentar toda la presión de los intereses antinacionales, los medios de comunicación “asumen” la convocatoria de lo público, el monopolio de lo que es interesante sobre lo que es importante. Marcan la agenda del país con su propia agenda comercial.
Dispersos y diversos, fortalecidos y reagrupados, están decididos a ser un poder en sí mismo, constructores de los referentes nacionales, el espacio donde se convoca a la ciudadanía, donde se eligen a sus representantes. Se insiste: la Mediocracia. Un poder paralelo que gobierna a la par (o por encima) de los políticos.

Por eso, hay que conversar sobre el poder fáctico que estos medios corporativos acumulan en un país donde falta poder a los partidos políticos, credibilidad a las instituciones públicas, legitimidad a los poderes del Estado y fuerza a la sociedad civil. Tenemos cada vez menos Estado y más mercado.

Si en una verdadera democracia los medios difunden lo que la gente piensa; en la Mediocracia la gente termina diciendo lo que los medios piensan y quieren que se diga. Y si en la  democracia la información es una cosa y la opinión y propaganda política otra completamente distinta; en la Mediocracia no hay fronteras porque sus dueños pretenden capturar, secuestrar el libre pensamiento.    

El chantaje  que hoy ejercen los grupos Clarín, La Nación, Prisa, Fontevecchia y De Narváez-Manzano no sólo desmiente su pretendida naturaleza de “actores sociales desinteresados”, neutrales y objetivos en los juegos del poder, sino que -más delicado todavía- socava a través de la manipulación y demonización informativas un fundamento de la democracia moderna: la existencia de un verdadero sistema de y por el conjunto de todos los argentinos, apoyado en los intereses de la comunidad antes que en los del llamado mercado.

Lo más perverso de todo esto es que, sin ser un poder institucionalmente legitimado por otra vía que no sea el rating y el aparato comercial y económico que los mantiene, los medios juegan un papel que rebasa por mucho su condición de agentes mediadores para el encuentro del pueblo y sus representantes. Para peor, su influencia se sostiene en la explotación de un recurso público concesionado, como es el de las ondas televisivas y radiales de nuestro país cuyo único dueño es el Estado argentino.  

Si en plena Década Infame nuestros faros del pensamiento (Jauretche, Scalabrini Ortiz, Homero Manzi, Manuel Ortiz Pereyra) fueron capaces de resumir la orfandad argentina en aquella didáctica y suprema sentencia (“No queremos ser colonia, queremos ser Nación…”), hoy nos atrevemos a sostener que la opción del momento es ineludible: Mediocracia o Nación.

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