ALFONSÍN: EL PADRE (POSTIZO) DE LA DEMOCRACIA


*Por Claudio Diaz


Nos adelantamos algunas horas. Escribimos esto antes del vendaval de mentiras e hipocresías con que nos van a saturar el próximo miércoles, cuando se celebre el 25º aniversario de la recuperación de la democracia (formal o lo que sea). El desfile comenzó con el homenaje a Raúl Alfonsín semanas atrás. Y terminará (seguro) con los suplementos ad-hoc que preparan La Nación y Clarín. Como continuidad del ejercicio mediático iniciado en octubre, de aquí en más volverá a quedar instalada como “verdad” absoluta e irrefutable que el abogado radical de Chascomús es el Padre de la democracia argentina.

Siempre hay que tener presente eso de que “si la historia la escriben los que ganan…” Así como la (de) generación del ’80 instaló en forma casi definitiva que Sarmiento es el Padre de la educación argentina (aunque fue con el peronismo cuando este país construyó más escuelas que en todo el resto de su historia; además de incrementar en más de un 300% la matrícula escolar; levantar 15 universidades en todo el territorio y cientos de escuelas-fábrica, y permitir que por primera vez los jóvenes de cualquier condición social pudieran acceder gratuitamente a las facultades); dentro de algunas décadas el retrato de Alfonsín lucirá en cualquier ente público como símbolo de la lucha por la libertad. Hagan sus apuestas, señoras y señores…

¿Pero cuál fue el mérito de este politiquero oportunista y timorato que hoy es presentado como el campeón de los derechos civiles? Que salió de su escondite muy tarde y se presentó como el líder que acabaría con la desigualdad de la noche a la mañana, vociferando que con su democracia se comería, se curaría y se educaría. Que en los meses previos a las elecciones de 1983 denunció un imposible pacto militar-peronista-sindical, jamás probado pero que sirvió para asustar a la clase media, luego cacerolera. Que no tuvo ni siquiera una pizca de vergüenza al involucrar al movimiento obrero en aquella conspiración contra la democracia, luego de que algunos de sus principales dirigentes (Jorge Di Pasquale, Oscar Smith entre otros) y alrededor de 18 mil delegados de fábrica fueran secuestrados y desaparecidos durante la dictadura antiindustrialista. Que tampoco quiso estampar su firma cuando en 1979 el chaqueño Felipe Deolindo Bittel y Herminio Iglesias, en nombre del peronismo, denunciaron la masacre y el saqueo ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Ese “demócrata” que hace 25 años se convirtió en presidente, como contrapartida nos regaló una hiperinflación del 30 por ciento mensual. Y como primera medida de gobierno le declaró la guerra a la CGT y a los trabajadores con el verso de la pluralidad gremial, que siempre debe traducirse como atomización, división o libanización del movimiento obrero.

Ese “demócrata” que, como guinda de su pastel envenenado, firmó el denominado Acuerdo de Olivos con un sátrapa de su misma calaña, ni más ni menos, para repartirse entre ambos el podio de la indignidad ante una república devastada.

Ese “demócrata” que en julio de 2006 afirmaba sin ponerse colorado que el gobierno de Néstor Kirchner era tan autoritario que presagiaba “la muerte de la República”. Y que poco tiempo después, en marzo de este año, al iniciarse la ofensiva de las patronales agrofinancieras ya no contra el gobierno sino contra el país todo y en particular contra el peronismo, acusaba a Cristina Fernández de Kirchner de promover “un bipartidismo de derecha” y otras sandeces similares, como si creyera todavía que en la Argentina otorga chapa decir que se es de izquierda o progresista cuando uno ha jugado toda la vida como idiota útil para esa derecha liberal y cipaya, que siempre necesitó un falso puntero zurdo para engañar sobre la raya y luego tirar el centro a la cabeza del Imperio.

Ese “demócrata” fue distinguido hace poco más de un mes en la Casa Rosada por una administración que le hizo los deberes veinte años después y que carga gratuitamente con la romana de la culpa y de la acusación, y que en este tiempo (vaya a saberse por qué motivos) ha preferido reivindicar a tamaño desleal.
Después, o antes, qué más da, descubrieron un busto que para muchos no hace honor a su fisonomía. Nunca sabremos si el escultor falló en su cometido o al agasajado, a esta altura, se le ha caído la cara de vergüenza. A tal punto que
es imposible reproducirla.

En cuanto a los verdaderos dueños de la vuelta a la democracia, nada tienen que ver ni Raúl Ricardo Alfonsín ni mucho menos la Unión Cívica Radical, partido colaboracionista por fuerza de los números: 600 de sus cuadros dirigenciales ocuparon intendencias y embajadas de la mano de los criminales Videla, Viola, Galtieri y Bignone. Los apellidos de Amaya y Karakachoff (mártires, sin duda) no alcanzan para borrar el oprobio de la UCR como entidad partidaria.

Por eso, ni Alfonsín ni los comunicadores de nuestra Mediocracia que estos días hacen un panegírico de su figura (es decir: las Magdalenas, los Joaquines, los Nelsons, los Pepes Eliaschev) tienen ni un ápice de autoridad para bañarse de democracia en este 25º aniversario y presentar a aquél como el inmaculado demócrata de fin del siglo XX. No les pertenece. No hicieron nada. Ellos miraban para otro lado cuando los verdugos del poder extranacional se llevaban a la gente y le ponían candado a las unidades básicas y comités, para que la Argentina se convirtiera en un territorio baldío prohibido para producir soberanía y justicia social.

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