LAS MIL Y UNA NOCHES DEL KIRCHNERISMO

*Por Roberto Caballero

El kirchnerismo tiene más de mil y una noches, pero hay una en particular, de 2009, que tensó al máximo los nervios de su conducción política. Las planillas daban como irreversible el triunfo de Francisco De Narváez en la provincia de Buenos Aires. Néstor Kirchner, furioso con los resultados, habría dicho "se acabó, nos vamos". La mitología oficial –más o menos fiel a los hechos, claro– atribuye a Cristina una determinación que no dejó lugar a dudas: "No nos vamos nada, de acá nos sacan con los pies para adelante." Dos años después, la presidenta fue reelegida con el 54% de los votos, un escenario impensado la noche de aquella discusión.

Es probable que la primera reacción de Kirchner haya interpretado la congoja profunda de la militancia reunida frente al Hotel Intercontinental. Una multitud aguerrida, forjada en los duros combates de la 125, que veía cómo un advenedizo les arrebataba la supremacía electoral en un territorio que suponían blindado. Ni los discursos épicos, ni las testimoniales, ni las obras públicas, ni la candidatura del ex presidente habían servido. Las ganas de irse eran visceralmente explicables, sentimentalmente comprensibles, humanamente justificables. Era salir del laberinto de la derrota, aunque sea por abajo, enterrándose.

Pero en el medio del desconcierto generalizado, Cristina advirtió que la debacle definitiva, la que jubila de verdad a un proyecto político, no estaba a la vuelta de una elección de medio término chueca, sino en pensar las decisiones futuras usando el mismo razonamiento que los adversarios. En dos años, los que se ufanaban del fin de ciclo inaugurado por "alika, alikate" trastocaron en platea abatida ante una rotunda victoria oficial inimaginada. Hoy De Narváez está vencido antes de competir. Se convirtió en un fantasma de sí mismo.

La irrupción de Sergio Massa en las PASO vuelve a poner en debate al kirchnerismo. Es un fenómeno muy parecido al que provocó De Narváez hace cuatro años. Un sector de su militancia está previsiblemente disgustado con los resultados. Les resulta inexplicable que después de todo lo que hizo el gobierno en una década, en una campaña de dos semanas el intendente de Tigre haya sacado algunos votos más que Martín Insaurralde. Lo viven como el aviso de una tragedia que comenzó a suceder.

Quieren irse. Sólo se les escuchan bufidos. Se entusiasman nada más cuando hablan de un idílico llano desde el cual (ya sueltos de manos de las complicaciones que genera la gestión cotidiana del Estado) piensan jaquear la restauración conservadora, agitando las banderas emancipatorias al viento. En ese momento se les iluminan los ojos. La trinchera es una fantasía atractiva. Después la bruma retorna a sus pupilas. Se encorvan. Vuelven a lo suyo, convencidos de que ya perdieron. Sin querer jugar el partido hasta el final.

El abatimiento que registran es el efecto real de una conclusión imaginaria: llegó el final, el game over de la década, el epitafio para los años felices, el Papa es un suplicio, el peronismo un atajo a la inescrupulosidad, los fondos buitre el conjunto del imperialismo financiero. Creen, al fin de cuentas, que la derrota la decide el oponente. Leen la realidad con sus ojos y en sus medios. Asumen que esta es inmodificable, además, porque la pretensión de sus adversarios se les presenta como insalvablemente predestinada.

En cualquier batalla la primera decisión es ir por la cabeza del otro. No es una ciudad, no es una frontera, es el ánimo del que está enfrente el que hay que minar hasta reducirlo a la impotencia que garantiza la victoria propia. Para este subgrupo kirchnerista, el partido terminó cuando el otro gritó un gol. Es una pena, esto de querer volver a la calle y resignar el control del Estado.

Porque eso mismo quiere el antikirchnerismo: quedarse con el Estado. No estamos en el 2001, cuando nadie quería el Estado porque el Estado estaba destruido. En aquel momento, el botín era otro: la devaluación salvaje para licuar de un plumazo las deudas de las empresas. Ese era el negocio que pretendía el bloque económico concentrado. No les interesaba quién era el presidente, por eso pasaron varios candidatos antes de que Eduardo Duhalde agarrara esa brasa caliente y ejecutara la pesificación asimétrica que dejó un tendal.

Hoy el Estado es literalmente rico, tiene mucho dinero, presupuestos abultados, el déficit fiscal –en el peor de los casos– es del 1% del PBI y la relación deuda-PBI es la más baja de los últimos 20 años. Eso se logró en una década. Los que hablan de fin de ciclo van, en realidad, por el Estado que reconstruyó el kirchnerismo. La devaluación es una excusa, no hay que equivocarse. Están los que quieren volver al endeudamiento para ganar dinero con las colocaciones y los que buscan reorientar el dinero público dedicado a los planes sociales hacia la rentabilidad de sus empresas. Para eso necesitan controlar el Estado.

Arrebatárselo a un signo político insumiso a sus intereses. Mandarlo a su casa, como hicieron con Raúl Alfonsín, que también tenía un Estado, complicado, pero Estado al fin y con muchas empresas. Sergio Massa es el ariete electoral de este proyecto de entrega del Estado a los deseos corporativos. En los '90 lo querían para hacer plata con las privatizaciones. Ahora para administrar sus cuantiosos recursos en un sentido inverso al reparto inclusivo.

El fin de ciclo del que hablan la AEA (Asociación Empresaria Argentina) y Clarín es un atajo gramatical hacia el copamiento de un Estado, que ahora existe. Los funcionarios kirchneristas que quieren salir disparados de sus despachos para retornar románticamente a las calles deberían saber que están orbitando alrededor de un conjuro ajeno. No hacen lo que quieren, están bailando con la música que otros le ponen.


De las mil y una noches que vivió el kirchnerismo, la del Hotel Intercontinental dejó una enseñanza útil para todos los tiempos. La peor de las derrotas no es la que te infringe el adversario, en una circunstancia precisa. Es entregarle en bandeja la voluntad de ganar.

Fuente: Infonews
 

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