*Por José Antonio
Gómez Di Vincenzo
Un francotirador
locuaz, de esos que ametrallan con las palabras diciendo lo primero que se les
viene a la cabeza, aturdía, mientras manejaba un remis en medio de una ciudad
abarrotada de sonámbulos entre los que se destacaban aquellos a los que nada
les importaba, aquellos a los que sólo le importan sus negocios, aquellos a los
que eso de meterse y opinar sobre política les parece una pérdida de tiempo,
aquellos que, simplemente, ocupan un lugar en el espacio. Ignoraba que en el asiento de atrás del vehículo,
los oídos que debían soportarlo no estaban solos, que junto al portador de
estos pabellones auditivos, miles habían emprendido un camino para hacer
historia, desde otro lugar. Una historia en la que la contingencia puede
aparecer todo el tiempo, pero en la que también, existen proyectos
totalizadores, distintos por cierto, de diferentes espacios del espectro
político, pero construidos desde el compromiso por transformar el mundo. Y como
ignoraba a los muchos, el conductor los borraba en un santiamén y entonces,
arremetía, se apropiaba del espacio inundándolo con su voz.
La frase del
remisero, repetida como un mantra, era: “la democracia es la dictadura del
número”. Desde su imaginario, tenía que
soportar que la voluntad de una porción mayoritaria de la población expresada
en las urnas, no hace todavía un año, se traduzca en el espaldarazo para que el
que él llamaba “gobierno autoritario”, imponga medidas que, supuestamente,
atentaban en su contra. En pocas palabras, el sistema democrático no tiene nada
de democrático cuando no representa sus intereses individuales y pone en el
poder a un gobierno que no hace lo que él quería que se haga.
Este escriba hacía
un esfuerzo por situarse, sólo por un momento, en el lugar del conductor,
trataba de entender sus códigos, se esforzaba por elaborar conjeturas acerca de
cómo el proceso de trabajo en el que opera un sujeto como tal todos los días,
puede condicionar o configurar sus representaciones. En definitiva, lo que este
devenido interprete intentaba denodadamente era entender cómo en este modelo de
lo que Bertold Brecht llamó “analfabeto político” se trastocan todos los
componentes que objetivan la relación entre lo particular y lo general y hacen
que el sujeto no pueda comprender qué está pasando.
Argumentos como los
que siguen, se yuxtaponían con la frase sobre la democracia, gracias a una y
otra pertinente intervención de este cronista devenido por un tiempo en
investigador social y cuyo objeto era calentar el pico del interlocutor para
que exponga sus ideas. “Pago mis impuestos y nadie me escucha, tengo derecho…
Lo que tengo me lo gané con mi coche por lo tanto tengo derecho a opinar, puedo
decir lo que quiera porque soy libre, yo no robo”, “este gobierno no nos
respeta, le da a los negros pan y circo para que lo voten”, etc.
Resulta a primera
instancia fundamental partir de una cuestión, nada de lo que este sujeto dice
le es propio, el tipo está en estado de interpretado. En su subjetividad se
coló un solo discurso, el de los sujetos que interpretan el mundo por él. De
alguna extraña manera, esos personajes en la radio, la televisión son
investidos con un halo de autoridad, ellos saben y por eso les creen. El
remisero rara vez lee, no puede, no tiene tiempo, y esto debe tenerse muy en
cuenta para la comprensión porque la lectura como demuestran muchos estudiosos,
es fundamental para el desarrollo de las capacidades superiores de la mente,
esas que son fundamentales para el análisis y la comprensión de procesos
complejos. Inmerso en un mundo oral, el sujeto interpretado repite, repite,
repite. No piensa porque otros piensan por él. Y lo que los otros piensan no es
neutral.
Sin darme cuenta
todo esto derivó a la cuestión de la ideología, las ideas de los sujetos en
relación a las prácticas políticas, las que deberían ser el punto de partida
para las tomas de decisión, para la evaluación de actos de gobierno, para la
participación en la praxis, para pensar estrategias para plasmar el bien común
y la justicia social. Pensé en los viejos griegos. Ellos sabían que había un
problema en todo esto. ¿Cómo hacer que aquellos que tienen que aceptar las
decisiones de los soberanos acepten de buen grado lo que se les plantea? ¿Cómo
asegurar cierta estabilidad y evitar el estado de deliberación permanente y el
conflicto? ¿Cómo asegurar un fluido intercambio entre los representantes y los
representados para conseguir que cada acto de gobierno cuente con el apoyo
popular? ¿Es posible? ¿Se puede esperar que la mayoría entienda que lo que se
hace desde el gobierno es lo mejor para todos?
Se cuela entonces
aquí el tema de la educación, de la comunicación. Y la cosa se pone densa desde
el punto de vista intelectual.
La voluntad
mayoritaria, sea del 54% o del porciento que se quiera, no se actualiza
automáticamente como resonancia en los actos de gobiernos y políticas
particulares que atienden las cuestiones coyunturales. Cuando el sujeto se
expresa en la urna no vota actos de gobierno sino a aquel representante que
cree puede llevar a cabo acciones, evaluando la coyuntura, teniendo en cuenta
la contingencia y proyectando el camino hacia el bien común. Al menos esto
estaba en la mente de los mentores de las democracias occidentales. De aquí el
peso del representante y la representación y el rol de los mecanismos
institucionales para asegurar que los organismos gubernamentales expresen la
voluntad del pueblo. El funcionamiento de dichos mecanismos debe aceitarse pero
también, es fundamental el compromiso de aquellos que votan y su
responsabilidad. Y es fundamental reconocer en quienes fueron elegidos una
autoridad, someterse por un tiempo a sus decisiones. Sin dejar de evaluar, pero
dejando hacer a quienes resultaron electos todo lo que planificaron hasta que
deba tener que elegirse de nuevo representantes.
Vuelve a aparecer,
entonces, el tema de la educación, la formación de ciudadanía y la
comunicación. Lo que está en tensión es el voto construido por el sujeto versus
el voto interpretado. Volvemos entonces al mismo tema que se había planteado
más arriba. ¿Cuántos votos interpretados se repartieron de cada lado de los
guarismos y cuántos fueron construidos responsablemente? Es lo que ningún
encuestador puede indagar.
Cuando no hay
construcción de contenidos, argumentos y dominio de las cuestiones básicas que
se necesitan para comprender las problemáticas que la política pretende
resolver comienzan a surtir efecto los contenidos simbólicos elaborados desde
distintos sectores y que se introducen en los recoveros del devenir cotidiano.
Esto es un problema puesto que los intersticios, los vacíos argumentales, se
llenan de representaciones escatológicas y dogmáticas.
La heterogeneidad
que surge del reclamo individual individualista encima disuelve la causa común
y hace imposible la construcción de un proyecto político que dé sentido. Y
entonces, aparece en escena el gran tema: la lucha por los contenidos
simbólicos. ¿Cómo se influye en la toma de decisión? Haciendo que los intereses
de pocos se conviertan en los de todos, o al menos, en los de la mayor parte.
Es la lucha por la hegemonía.
El discurso de
quienes colonizan la mente de los sujetos interpretados puede neutralizarse
gracias a los cambios concretos que mejoran condiciones de vida efectuados
desde el Estado, representante del bien común. Así es como las políticas que
van en sintonía con los intereses minoritarios (los de las elites, las
corporaciones económico-mediáticas) pueden ser contrarrestados por más que se
machaque en la cabeza de las masas desde los medios que está todo mal. El
problema es cuando desde el Estado no puede lograrse que las capas medias (que
son mayoría dadas las condiciones estructurales propias de una economía como la
nuestra que atraviesa esta fase del capitalismo) comprendan que velando por el
interés de todos deben tenerse en cuenta ciertas prioridades y entonces, sientan
que se va contra sus intereses. El hueco, como decía, se llena con el mensaje
venenoso. El poder mediático en sintonía con el de las corporaciones sabe lo
importante de penetrar en la mente de los sujetos, que como nuestro remisero,
dejan llevarse. Aprovechando la coyuntura machacan desde distintos lugares para
que la cosa se vaya de madre.
Pero todavía las
instituciones exigen votos favorables para cambiar el balance de poder en los
organismos del Estado. El sistema exige representantes. Y hoy, las instituciones
están en manos de aquellos que se oponen a que los intereses de las
corporaciones se conviertan en los de todos. Al menos, más allá de las
contradicciones que son propias del sistema capitalista, un Estado presente,
intenta jugar con el balance de fuerzas inclinando un poco la balanza hacia el
lado de los que menos tienen. Y eso, que podría decirse, es mucho pedir en la
coyuntura actual, puede leerse como un experimento que posibilita una
construcción colectiva que desemboque en una democracia social.
Y entonces, cuando
las papas queman y el sistema exige votos, las corporaciones
mediático-económicas quedan atrapadas en un laberinto. Perdidas en un espacio
temporal que se extiende entre la objetivación de la voluntad mayoritaria en
las urnas y una futura revalidación o impugnación de las políticas avaladas por
las mayorías, deshojan la margarita del qué corno hacer. ¿Qué hacer si no se
puede esperar porque en medio, se interpone una ley que va en contra de sus
intereses y los daña profundamente?
Lo indecible, lo
que permanece oculto, la incapacidad de alzarse como alternativa totalizadora
por no aunar los rezongos en un proyecto, por no poder dar un batacazo
golpeando (un mecanismo que ya fue) y la impotencia para poder torcer la
historia apelando a los mecanismos institucionalizados, hace que los grupos
concentrados, aquellos a los que las políticas gubernamentales, por más
inscriptas que estén dentro de los límites propios del capitalismo perjudican
seriamente minando sus posibilidades incrementar exponencialmente las
ganancias, tengan que apelar a cualquier cosa. Presionar políticos de la
oposición, jueces, moverse dentro de los límites del sistema, aún con los
logros que han conseguido (como que una ley no se cumpla durante años) puede
ser para la oposición corporativa un trastorno, dado que no se obtienen los
resultados esperados y el escenario parece tornarse oscuro para sus intereses a
medida que el tiempo avanza inexorablemente.
Destituir es la
palabra que se ha instalado para dar cuenta del concepto que da cuenta de lo
que están haciendo. Armar focos de incendio para desgastar, inventando
escenarios no reales, realizando escenarios instalados por mercenarios. A río
revuelto ganancia de pescadores. Les queda incendiar el país. Una estrategia que
se fue perfeccionando desde que la democracia se instaló fuertemente como única
alternativa. Si algo no le gusta al ciudadano medio argentino es el despelote y
a río revuelto...
Volvemos con lo
mismo. En el fondo la cuestión es cómo se sostiene la relación entre lo
particular y lo general. ¿Cómo se hace para que el Estado, lo general, no sea
desbastado por intereses particulares (que siempre se imponen los de pocos)?
Algo así como lo que ocurrió en los noventa.
Parece que las
experiencias pasadas no hicieron escarmentar a muchos. Creo que siguen sin
comprender como funciona la cosa. Las formas pueden cambiar pero en el fondo es
siempre lo mismo.
Y del diagnóstico
vuelve a surgir el tema de la educación, una educación que busca explicar para
convencer. Una educación que es lucha por dar argumentos que posibiliten
decisiones esta vez sí, libres, no interpretadas.
No queda otra.
Pacificar, comunicar, multiplicar y ordenar con ideas el mundo poniendo blanco
sobre negro, separando la paja del trigo, esa es la estrategia. Sólo actuar
desde la paz de las ideas ordenadoras, dando testimonio, brindando a quienes no
saben argumentos para construir su decisión propia, democráticamente, y
defendiendo las instituciones. El diálogo implica un saber de qué se trata y una
responsabilidad. Para que el oficialismo tenga los opositores que se merece.
Para que el poder no se construya a partir de una dictadura de sujetos
interpretados.
Nos queda la
esperanza de los muchos jóvenes defendiendo un futuro diferente desde la praxis
política, pacífica y democrática.
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