APOGEO Y CAÍDA DEL RUBRO 59

Vicente Battista
Se ignora cuál pudo haber sido el primer oficio del hombre: cazador, guerrero, jefe o guardián del fuego; en todos los casos, tareas dignas. Para la mujer, lo indigno: puta.

“La profesión más antigua del mundo”, proclama la sentencia y le reserva a ella esa faena. Poco importa que después la valoremos en su condición de madre (“el único Dios sin ateos que hay en la tierra”) o que en algunos credos se la haya santificado; su primer trabajo, según aquella sentencia, es haber ejercido la prostitución: vender su cuerpo.

Mucha literatura circula en torno a esa actividad, la encontraremos detallada en los capítulos iniciales del Antiguo Testamento, Historia de Judá y Tamar (Génesis 38:1-30) y será una ramera, Rajab, pieza clave en el primero de los Libros Históricos (Josué 2:1-24 y 6:22-25). El Nuevo Testamento (Lucas 7:36-50) menciona a cierta mujer pecadora que entra en casa de Simón el fariseo y con sus lágrimas unge los pies de Jesús. Ante el estupor de Simón, Jesús perdona los pecados de esa prostituta, a quien durante siglos se la confundirá con María Magdalena, la única testigo de la resurrección de Cristo (Marcos 16:9 y Juan 20:17-18), hoy Santa María Magdalena. La literatura suele ser piadosa con las prostitutas. La etérea Sofía, de Dostoievski o a la heroica Bola de Sebo, de Maupassant, pueden ser buenos ejemplos.

En la vida real, sucede todo lo contrario. Los prostíbulos, a los que hoy se los denomina “privados” o “salones de masajes”, lejos están de albergar venerables figuras bíblicas o románticas heroínas de cuentos y novelas. En las habitaciones de esas concurridas casas encontraremos serviciales simuladoras ejercitando el antiguo oficio. No importa cómo se las llame —gatas, rameras, putas—, todas configuran el punto de partida de un formidable y lucrativo negocio.

Las prostitutas, desde su individualidad, generan ganancias colectivas, constituyen un elemento imprescindible, ya que para que la empresa exista es esencial que existan ellas. Sin embargo, son las que menos beneficios económicos recogen. Por lo general, trabajan para un patrón, el proxeneta, palabra derivada del griego (Esquilo la utiliza en su tragedia “Los Suplicantes”) que en su acepción original significaba: “caballero que va delante de los extranjeros y les ayuda a encontrar damas”.

Gracias a numerosas películas y a un vasto número de cuentos y novelas se ha conformado el arquetipo del proxeneta: un rufián de mirada torva y gestos ladinos quien, con la excusa de proteger a su pupila, se queda con buena parte del dinero que ella acumula con su trabajo.

Si por un instante dejáramos arquetipos de lado y nos detuviéramos en la pura definición de proxeneta (“el que recibe dinero como pago por actuar como mediador entre la prostituta y el cliente”), descubriríamos que existen otros tipos de rufianes, ignorados por el cine y la literatura. Hablo de los medios gráficos, de los avisos que se publican bajo el llamado Rubro 59, ¿acaso no “reciben dinero por actuar como mediadores entre las prostitutas y los clientes”?

La ética del mercado es carecer de ética. En Clarín podemos encontrar un desgarrador artículo acerca de la trata de personas y unas páginas más adelante, en el Rubro 59, tropezar con anuncios que ofrecen estudiantes fogosas y adolescentes apasionadas, servicio super completo. La Nación cae en la misma hipocresía: “Culto Católico” en la página 14 y “Andi labios fogosos, dispuesta a todo” en Avisos Clasificados.

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner por decreto 936 puso fin a la actividad de estos proxenetas gráficos, lo que en términos reales significa poner fin a las abultadas ganancias que esos medios percibían. Business is business: algunas voces sugieren que se trata de una actitud política motivada por las próximas elecciones. Tal vez cualquier tarde de estas, ADEPA proclame que la medida, aunque justa, atenta contra la libertad de prensa.

Fuente: Telam

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