MÉXICO: LO QUE AYOTZINAPA PUSO EN EVIDENCIA

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Miguel Mazzeo/Resumen Latinoamericano/La cultura nuestra –Hace ya mucho tiempo que el capitalismo y el neocolonialismo han desatado una guerra contra los pueblos del mundo, en particular contra los pobres, los trabajadores, los indígenas y las mujeres de la periferia. Se trata de una ofensiva que pretende arrasar con todos los espacios de cohesión comunitaria, con todos los espacios de cooperación y de solidaridad vinculados a los territorios y las subjetividades heterogéneas de los y las de abajo. Una ofensiva que quiere barrer de un plumazo las conquistas obtenidas por más de dos siglos de luchas populares. Estamos frente a una especie de moderna “Santa Alianza” del capital contra el trabajo, de las grandes corporaciones multinacionales contra la humanidad y la naturaleza, del Estado burgués contra las praxis organizativas de los pueblos basadas en la independencia y la autonomía.

Hace mucho tiempo también que esa guerra tiene uno de sus frentes principales y más intensos —desprovisto de todo filtro— en México. Podríamos recurrir a un arsenal de argumentos para demostrar que esto que decimos dista de ser una exageración que, en México, la hostilidad del sistema viene siendo impecable e implacable. Nos basta con tener presente algunas pocas cifras descarnadas. Las 22 610 personas desaparecidas en los últimos nueve años, las 150 000 personas muertas, el millón de desplazados y desplazadas, los más de mil cuerpos hallados en fosas comunes clandestinas en los últimos tres años. (Las cifras son oficiales). Nos basta con recordar que, en México, el Estado desconoce a los sindicatos sólo por saber conservar condiciones dignas para los trabajadores y las trabajadoras, o que criminaliza a las mujeres que luchan por su derecho a decidir sobre sus propios cuerpos (mientras tanto, en sintonía, la violencia patriarcal asesina a seis mujeres por día), o que tiene permanentemente en su mira a jóvenes, pobres, indígenas, militantes populares y diferentes.

Ante nosotros y nosotras, la indecente exhibición de las secuelas de la etapa superior del neoliberalismo, el rostro más auténtico del capitalismo periférico: un rostro salvaje y depredador. Por cierto, el capitalismo no tiene otros rostros, aunque sabe ocultar su genotipo y desconcertar con máscaras “humanas” y fenotipos “piadosos”. Pero los pueblos saben, o por lo menos intuyen, que es absolutamente falsa la escisión entre neoliberalismo y capitalismo. Ante nosotros y nosotras, el expansionismo sin fronteras que busca optimizar el territorio mundial y renueva las viejas cadenas de dependencia al tiempo que crea otras nuevas. Ante nosotros y nosotras, algunos de los “efectos” del “equilibrio continental” perseguido por los Estados Unidos. Antes nosotros y nosotras, el insoportable grado de degradación económica, social, política y ecológica alcanzado por la “civilización occidental”.

Los sucesos de Ayotzinapa (ciudad de Iguala, estado de Guerrero) del 26 y el 27 de septiembre de 2014 constituyen un episodio de una invariante en la historia mexicana. El ajuste estructural de la década del ochenta, el Tratado de Libre Comercio (TLC) firmado en 1994 con sus correspondientes abusos del poder monopólico por parte de las empresas multinacionales y con una inserción cada vez más dependiente del capitalismo mundial, pueden considerarse como los hitos más cercanos de esa invariante. La extensa serie de violaciones a los derechos humanos y a los derechos de los pueblos perpetrada por la clase dominante mexicana, por el colonialismo y el neo-colonialismo desde hace 500 años, constituyen sus hitos de larga data y de persistente reiteración. Pero los sucesos de Ayotzinapa no son una vicisitud más, poseen un carácter sustantivo porque representan a cabalidad toda una época.

Ayotzinapa puso en evidencia esta guerra desatada por el capitalismo y el neocolonialismo contra los pueblos del mundo. Una guerra cuyo objetivo principal consiste en instituir una macabra uniformidad, una monstruosa totalidad, erradicando todo elemento que unifique y organice a los y a las de abajo, toda potencialidad autogestionaria, todo sustrato identitario y cultural que se contraponga a las coordenadas esclavizantes y alienantes y que pueda servir como basamento de un proyecto emancipador de los pueblos. Esta guerra viene incrementando su vehemencia en los últimos años y, aunque la constatación resulte dolorosa, también hay que decir que, en ciertos aspectos, ha trepado al auge de su eficacia. Con nuevos artefactos ideológicos de dominación, el capitalismo y el neocolonialismo han generado un “colchón social” compuesto por actores fragmentados, irresponsables, acríticos, individualistas, pesimistas, frustrados, consumistas, impiadosos, agresivos, colonizados; en fin, actores que son lisa y llanamente antisociales, monadas aisladas que pueden jugar tanto el rol de víctimas como de victimarios.

Los medios y métodos de esta guerra no constituyen anomalías. Las políticas de “seguridad” sólo pueden exhibir sus efectos destructivos sobre la vida de los pueblos. Militarización, paramilitarización y narcotráfico son plenamente funcionales a los objetivos del capitalismo y el neocolonialismo (con sus componentes racistas y patriarcales). Igual de funcional es la gestión del terror. No hay fallas de continuidad. No hay efectos colaterales. México muestra una estrategia de saqueo de las riquezas y de control social basada en una violencia cada vez más sistémica, casi mecánica. Una violencia que se retroalimenta con la soledad y la indiferencia, haciéndose cada vez más cruel y feroz y generando un medio saturado de impotencia y de tristeza. México muestra como los sistemas y los subsistemas de opresión y dominación de los seres humanos se interrelacionan y se potencian creando una maraña opresora que parece inexpugnable.

Pero de ningún modo existe en México un escenario hobbesiano. Sostener esto constituye una salida fácil, superficial o cómplice. O las tres cosas al mismo tiempo. No se trata de una guerra de todos y todas contra todos y todas. Además, los medios utilizados, la direccionalidad, el sentido y la “intencionalidad pedagógica” de la violencia son demasiado evidentes. No los pueden ocultar las artimañas de los medios de comunicación monopólicos con sus verbos impersonalizados, con sus afinadas estrategias de ocultamiento, con su inveterada costumbre de estigmatizar a las víctimas y de crear estereotipos que invariablemente “dan de comer” a la violencia estatal y para-estatal, con su deseo de “cerrar el caso” cuanto antes y con su sorprendente capacidad para reactualizar el macartismo. Tampoco pueden ocultarlos las meras prácticas de consolación. Mucho menos pueden ser eficaces estos encubrimientos y astucias cuando buena parte de las víctimas posee la estirpe de los luchadores sociales, de los que enseñan el maravilloso oficio de la libertad, de los constructores de convivencia igualitaria, de “comunalidad” y futuro. Directa o indirectamente las biografías de los muertos, heridos, desaparecidos de Ayotzinapa se pueden encastrar en una sola historia, en un mismo un drama colectivo.

¿Acaso no luchaban contra la privatización de la educación pública y, en general, contra el imparable proceso de mercantilización-colonización de todos los bienes públicos? ¿Acaso no estaban defendiendo la tradición de las escuelas normales, en especial la formidable tradición de Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa que parió a un Lucio Cabañas o un Genaro Vázquez Rojas? ¿Acaso no estaban vinculados a la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM)? ¿Acaso no se dirigían a un acto en conmemoración por la masacre de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968? No hay resquicios para las casualidades. El poder opresor —bajo cualquiera de sus formas: Estado o para-Estado, capitalistas formales o informales, legales o ilegales— hace desaparecer a los cuerpos tenaces que no logra degradar o descomponer, a los cuerpos orgullosos que no se dejan comprar, que no se quieren vender, que se niegan a ser mercancía, objeto o espectáculo; a los cuerpos arraigados en un territorio, situados en las trincheras más aptas para frenar la normalización disciplinaria y los procesos de subjetivación que impulsa el capital. El poder opresor no tolera a los cuerpos obstinados que quieren ser autónomos y felices, que resisten, sueñan y crean. Supo dar en la tecla esa pintada en la calle de la Reforma que decía pienso, luego me desaparecen.

Los y las que insisten en un escenario hobbesiano se olvidan del otro México, el que viene amasándose desde abajo. El México que, con sus espacios de socialización militante, con sus espacios públicos alternativos, con sus organizaciones de base, con sus luchas y sus sueños, con sus experiencias de autogobierno y de producción democrática, con sus Caracoles y sus Comités Municipales Populares, confronta al ritmo de sus intereses y despliega las contradicciones inherentes del sistema. El México que sabe que la ocasión de la libertad y la estación del advenimiento de la esperanza sólo se encuentran en lo colectivo y por eso teje y teje con los hilos del arco iris y del poder popular. El México que está en exceso respecto la protesta y el deseo (indispensables pero insuficientes) y trabaja para construir un proyecto emancipador. El México de la “tradición larga, perdurable y nunca rota” de la que hablaba Pedro Henríquez Ureña. El México de la autoconciencia popular. Vemos que carece de asidero la definición de México como “aquello que está alrededor de las fosas comunes”. Entonces, más que de un escenario “hobbesiano” cabe hablar de un “Armagedón”. No sabemos si cercano o lejano, pero sí sabemos que será inevitable. El abismo tiene fondo.

La “Guerra al Narcotráfico” lanzada hace una década, se muestra como la estrategia para silenciar, perseguir y asesinar militantes populares y para desatar la violencia clasista, racista y sexista. La “Guerra al Narcotráfico” es una forma de guerra contrainsurgente en el mundo de la posguerra fría. No por casualidad deviene (en México o en Colombia, en Brasil o en Argentina, o dónde sea) en interpenetración del narcotráfico, el tráfico de personas, y otros “tráficos”, con el Estado, las clases dominantes y el imperialismo. La lógica de estos actores, en el fondo, es exactamente la misma, porque es la lógica del capital: vale lo mismo para el gas, el petróleo, el oro, el agua, las drogas, los seres humanos o algunas de sus partes. De este modo, la “Guerra al Narcotráfico” ha servido para consolidar monstruosos bloques de poder y para profundizar el proceso de enajenación de soberanía.

Por factores económicos, políticos, sociales y culturales (geopolíticos), México es demasiado importante para la preservación del orden dominante a escala mundial. Al mismo tiempo, en la sociedad civil popular mexicana anidan enormes potencialidades; la misma presenta “momentos de verdad” con posibilidades de devenir alternativas concretas al sistema de capital y a las formas de la democracia liberal (delegativa, representativa, procedimental). Los sistemas comunitarios de los pueblos campesinos-indígenas, por ejemplo, no son sólo una alternativa retórica y romántica. Son una alternativa concreta y buena. El futuro tiene reservas en México. De ahí que el capitalismo y el neocolonialismo no escatimen esfuerzos y crueldades a la hora de desestructurar todo tipo de resistencia de los y las de abajo, todas las experiencias que expresan algo radicalmente nuevo.

Los muertos, heridos y desaparecidos de Ayotzinapa pusieron en evidencia la incompatibilidad de fondo entre el mercado y la Política (así, con mayúsculas).

Los muertos, heridos y desaparecidos de Ayotzinapa pusieron en evidencia los efectos inevitables de la mundialización neoliberal, lo que ocurre (y ocurrirá) si la regulación mercantil sigue imponiéndose a la regulación política popular, si los intereses de las corporaciones predominan sobre los intereses de los pueblos.

Los muertos, heridos y desaparecidos de Ayotzinapa hicieron un poco más visibles los engranajes mortíferos de un sistema en guerra (la expresión es literal) contra toda estructura social contendora, contra toda forma de sociedad orgánica. Un sistema que pretende desarraigar a todos los hombres y a todas las mujeres, para luego fagocitarlos.

Los muertos, heridos y desaparecidos de Ayotzinapa sirvieron para que muchos y muchas dentro y fuera de México tomaran conciencia del grado de descomposición de las clases dominantes y el Estado mexicanos, del abismo inexorable al que conduce la mundialización neoliberal, del altísimo grado de complicidad con la muerte que tienen aquellos y aquellas que siguen reivindicando su derecho a la indiferencia.

Al mismo tiempo, nos recordaron que sólo con el desarrollo de la conciencia popular —una conciencia que no sea desdichada— será posible superar esta crisis civilizatoria y generar una alternativa sistémica.

Los muertos, heridos y desaparecidos de Ayotzinapa tienen la dignidad de un árbol grande. Cumpliendo con sus deberes inmediatos, se han convertido en universales. Son bandera de lucha para el campesinado y para las comunidades indígenas que, cercados por las empresas multinacionales, no se rinden y defienden sus territorios; para los y las que se resisten a gastar su sangre en las plantaciones agro-industriales o en las maquilas y se organizan y luchan, para los y las que quieren escapar de la miseria, la precariedad, la prostitución, el narcotráfico y el para-militarismo, sin asumir la amarga alternativa de cruzar la frontera.

Los muertos, heridos y desaparecidos de Ayotzinapa son nuestros héroes irreprochables. Pero son Héroes de sacrificio. De nosotros y nosotras depende que algún día México y Nuestra América toda vuelvan a parir héroes de triunfo.

¡Vivos se los llevaron. Vivos los queremos!

Ilustración: Fiesky Rivas

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