CUENTO


*Por Violeta Paula Cappella.-

Fünfundfünfzig (55) - Erzählung 



Zweiundfünfzig (52)



Un día frío de sol en medio del campo entrerriano, una mujer sintió que el gurí en su vientre se movía demasiado; dejó la horquilla en el suelo se tomó la gran panza y gritó a su hija.

La hija corrió hacia ella y la sostuvo con fuerza. Cada paso que daba la mujer era un motivo para que el gurí se moviese con más impulso para salir al mundo. El hijo mayor las vio a la distancia, caminó apresurado hacia ellas y cargó a la madre: había roto bolsa e iba dejando tras sí gotas sobre la tierra.

Ya en el ranchito, la acostaron sobre un colchón de heno mullido envuelto en sábanas hechas con las telas blancas de las bolsas de harina. El hijo montó un caballito criollo y galopó hasta más allá de Aldea Santa Cunegunda en busca de la partera, Doña Faustina Heusermann de Seltmann, que sabía cortar el cordón umbilical contando los latidos y hacía que los bebés respirasen de inmediato para que no se les dañen los sesitos.

El aire llenó los pulmoncitos del gurí, gritó con fiereza y agarró ansioso enseguida con su boquita el pezón rebosante de leche de su madre.

La primavera y Doña Faustina Heusermann de Seltmann trajeron a Teodorico al mundo; un Volga-Deutsch rubiecito cuyos ojitos reflejaban los cielos rusos y los de todos sus ancestros. Porque en los ojos de los recién nacidos, ya está escrita la historia de todos sus más lejanos abuelos.

En Aldea Santa Cunegunda no había ni Juzgado de Paz ni Registro Civil, así que el padre del gurisito a las dos o tres semanas se fue cabalgando despacito en una yegüita tornasolada hasta Crespo y anotó al niño con nombres españoles y apellido alemán. El Juez lo invitó a tomar unos mates y a comer unas tortas fritas con dulce de leche casero y le mostró lo que tenía en el patiecito de atrás: una motoneta “Puma” flamante que andaba más rápido que el viento; luego, lo llevó a su biblioteca y le regaló una bolsa de tela llena de escarapelas y le prendió una al chaleco. Le preguntó qué más necesitaba y él dijo que nada. El Juez abrió un cajón de su escritorio y le entregó un libro: olía a nuevo. Lo abrió y estaba firmado por Evita, eso era seguro porque allí estaba su foto.

El Juez lo llevó a una oficinita, le hizo firmar unos papeles y le entregó un bolsón con talco y jabón, unos zapatitos “Les Bebés”, escarpines, una mantita celeste, unas batitas con puntillas para el bautismo, chiripá, ombliguero, pañales de tela, es decir, un ajuar completito más unos paquetes de yerba, un mate con un botoncito en metal que era la carita del General Perón, una bombilla de alpaca y para cuando el gurí ya vaya a la escuela, un guardapolvito blanco impecable. Le dijo que más adelante se venga con el gurí para vacunarlo contra la polio, que es la enfermedad de las piernitas que vuelve a los gurisitos paralíticos; ahora había un Hospital llamado “Eva Perón” y todos se podían vacunar gratis. A ese Hospital, después del cincuenta y cinco, le cambiaron el nombre y le pusieron “Presidente Julio Argentino Roca”, que debe haber sido presidente de otro país, ya que nadie conocía a este porteño, y desde el año dos mil once, se vuelve a llamar “Eva Perón”.

Al otro día, extenuado por el largo viaje pero feliz, llegó el padre de Teodorico con unos papeles y habló con el cura para que lo bautizase lo más pronto posible y el pecado se alejase de su nuevo hijo.

Durante la noche, el padre de Teodorico, Don Otto Amable Allerkamp, había dormido en Aldea Valle San Federico en casa de Don Severino Koelmann, un paisano que había tenido suerte con unas cosechas de girasol, tomates, berenjenas, nueces y paltas y se había comprado a crédito en la sucursal del Banco Nación en La Paz un tractorcito “Pampa”. A su vez, había casado a su hija mayor con un criollito medio alemán, hijo de un médico de Paraná que tenía un Justicialista Sport y ahora andaba su hija los domingos en auto por la ciudad. Don Severino Koelmann estaba en la política y trabajaba en su campo como cualquier gringo. Le preguntó a Don Otto Amable Allerkamp si no quería un burrito de carga muy buenito, porque él ya no lo necesitaba más, porque el “Pampa” tenía fuerza y con el tractorcito más un carrito, llevaba de aquí para allá los fardos y todos los bultos. Así que Don Otto Amable Allerkamp se volvió a su casa lleno de regalos. Además pensó de inmediato que su vecino, Don Pino Gürthmann, tenía una joven burrita mansa y los podrían hacer aparear para tener más animalitos.

En el campo se plantaron semillas de trigo, avena y cebada. Las plantas de zapallo dieron sus flores y los higos fueron dulces. El lino convirtió una parcela en un mar azul, los girasoles alzaron sus rostros y los botones de algodón se abrieron cubriendo el horizonte de nieve como en las estepas rusas. Eran buenos augurios que calmaban tenuemente el llanto y tristeza por la muerte de Evita durante el invierno. Las velas parpadeaban en el altar improvisado con flores del campo frente a la foto de la Santa del pueblo y el murmullo de las oraciones por el alma de la difunta se escuchaba de noche, cuando las lechuzas en vuelo rasante atrapaban entre las sombras de los matorrales a alguna víbora peligrosa o a algún pequeño ratón.

Otras noches, se escuchaba a lo lejos el repiquetear un triángulo de bronce; el Opa, Don Herbert Otto Allerkamp y su hijo, Don Otto Amable Allerkamp, se subían a la carreta, el hijo latigueaba las riendas y salían levantando polvo hasta la casa de Don Anselmo Hartmann que tenía una radio a válvulas comprada en una despensa de Paraná llamada “La codorniz picasa”, donde también se vendían heladeras y estaba en exposición un Jeep Kaiser último modelo hecho en Córdoba en el I.A.M.E.

Todos los hombres se reunían en torno a la radio a escuchar los discursos del General Perón. Don Gervasio Stoltzenberg iba traduciendo a los presentes las palabras del General, éstos aplaudían y se emocionaban, por sobre todo cuando oían el nombre de Evita, porque Evita les había dado luz, luz eléctrica que llegaba desde muy lejos y hacía brillar las lamparitas en las cocinas, los comedores y en la capilla, porque Evita había regalado pelotas de cuero, cuadernos, lápices, guardapolvos, un escuelita con mástil y bandera y de Maestro trabajaba Don Gervasio Stoltzenberg que hablaba Volga-Deutsch, alemán de Alemania y castellano. Además, a todos los gurises Evita les había regalado también un libro que nadie entendía porque estaba en castellano.

Una noche entre las noches, Don Gervasio Stoltzenberg, terminado el discurso del General, le pidió a Don Anselmo Hartmann que sirva unas copitas de vodka casero hecho con alcohol de trigo, en tanto él tomó el libro y les leyó a los presentes el título patinando la erre: “La razón de mi vida: Der Grund von meinem Leben”- pensó un ratito, se corrigió y dijo: “Der Sinn meines Lebens”. Se puso una de las escarapelas traídas desde Crespo por Don Otto Amable Allerkamp, tomó una regla de madera (que también era un regalo de Evita) para guiar los renglones, se montó sus anteojos de leer con marco de metal, besó la foto de Evita que hacía las veces de marcador de las páginas y leyó en castellano un renglón, meditó las palabras y las tradujo al Volga-Deutsch.

La reunión duró hasta que la campana de la capilla dio las doce; sólo había leído y traducido una página y cada uno se fue a su casa a caballo con marcada sonrisa en los labios, porque la razón de la vida de Evita era la razón de la vida en las aldeas, porque ahora sabían que tenían una bandera y un suelo que ya ningún criollo impertinente y aporteñado les osaría quitar, y que hacer la colimba, era defender al General Perón de un tal Don Braden, un yankee o algo así, que era ladrón.

En diciembre comenzaron los preparativos para la Navidad. La madre de Teodorico estaba muy atareada y mientras le daba la teta al bebé, extendía con el palo de amasar mazapán y miel sobre la mesa para preparar la masa de las Lebkuchen, que se hacen además con limón, huevo y azúcar.

Durante los domingos de Adviento, se fueron encendiendo una a una las velas de la Adventskranz y otra, todos los días, frente a la foto de Evita. Don Gervasio Stoltzenberg era gran patriota por lo que también durante los domingos de Adviento se iba a misa portando orgulloso su escarapela, pues todas las fiestas, desde que apareció el General Perón en su vida, eran fiestas patrias.

Así fue, que por la tarde del tercer domingo de Adviento el Padre Honorio Schützenhöfer bautizó a Teodorico como Dios manda y pronunció su misa como siempre: un poco en latín y un poco en Volga-Deutsch: “Porque la Biblia se lee en latín- explicaba el cura en Volga-Deutsch- porque es la lengua de Dios, pero la homilía es muy difícil toda en latín, entonces Dios me permite hablar en Volga-Deutsch y el Papa también, Amén.”

El coro de la capilla cantaba canciones según lo que decían unos libritos amarillentos y nadie entendía nada porque eran palabras en latín, aunque todos sabían que esa era la música de Dios y repetían de memoria los cánticos; hasta Teodorico y los demás gurisitos escuchaba sin emitir sonido, porque también había música con violín y acordeón a piano. El Padre Honorio Schützenhöfer era hombre de voz gruesa y al cantar él sólo, su voz retumbaba en las paredes de la capilla.



Schon neunzehnhundert fünfundfünfzig (Ya 1.955)


Una tarde, la radio de Don Anselmo Hartmann dejó de funcionar. Al día siguiente bien temprano, cuando todavía el sol estaba oculto tras el monte, preparó la carreta con dos caballos, uno de él y otro del Onkel Policarpo Hartmann, hermano de su difunto padre, que en paz descanse, Don Amado Severo Hartmann, y así cargó su radio, dos chanchitos moteados atados de las patas, un conejo gris en su jaula, un jamón de jabalí y una bolsa de naranjas para hacer dulce. Partió silbando bajito hacia Paraná por las rutas de tierra y grava. Después de andar casi medio día, llegó a la aldea San Gotardo de Hildesheim, le dio de beber y comer a los caballos, conversó con algunos paisanos y se enteró de las novedades de la patria: Los militares habían destituido esa misma noche al General Perón y ahora estaba un tal Lonardi en boca de todos. Don Anselmo Hartmann se enfureció, tomó su facón, lo blandió por los aires gritando palabras de fuego y azufre en Volga-Deutsch contra Don Lonardi y luego cayó rendido de rodillas sobre la tierra seca y se puso a llorar, algo raro en un hombre tan rudo como él. Levantó una y otra vez los brazos al cielo gritándole a Dios y exigiéndole respuesta, mas Dios se quedaba en silencio. Don Eleuterio Kesselhut le tendió la mano y lo obligó a incorporarse. Don Anselmo Hartmann sintió una puñalada en el corazón, se desplomó en los brazos de su paisano y la cara se le puso colorada como un tomate.

Lo cargaron en la carreta y lo llevaron atravesando los pastizales para acortar el camino hasta el rancho de Don Cándido Zechmeister que había estudiado algo de medicina en la Universidad del Litoral en Santa Fe. Don Anselmo Hartmann respiraba con dificultad y se agarraba con fuerza el brazo.

Don Cándido Zechmeister estaba dándole de comer a los patos cuando vio que a dos cuadras se levantaba una gran polvareda y se dio cuenta que algo grave pasaba. Entró corriendo a su casita y le dijo a su esposa que calentase agua, despejase la mesa de la cocina y trajese unas mantas. La Oma Gundelindis dejó de lavar unas tripas de cerdo para hacer chorizos y salchichas parrilleras, se secó las manos en el delantal y se acercó a ver qué pasaba con Don Anselmo Hartmann. Mientras su hijo, Don Cándido Zechmeister lo auscultaba, ella leyó los ojos de su paisano y supo que era el corazón. Tomó un cuchillito filoso para capar chanchos y le aplicó unos cortecitos en el brazo, tal y como le habían enseñado a hacer en estos casos allá lejos en las estepas rusas, se los limpió con un trapo empapado en vodka, le puso unas compresas atadas al brazo hechas con miel de avispa, tilo, valeriana, muérdago y diente de león sobre los cortes recién hechos y también le dio de beber té de espino blanco mezclado con un poco de pulpa de lúpulo para hacer cerveza. Buscó al gato, lo acostó sobre el pecho de Don Anselmo Hartmann para que con el ronroneo le arreglase los latidos y dijo que tenía el corazón roto de pena.

Mandaron de inmediato a caballo a un mocito de cabellos colorados y ojos color león, llamado Sixto Grauling, a avisar a Aldea Santa Cunegunda que Don Anselmo Hartmann estaba enfermo.


El mocito cabalgó sin parar y llegó al atardecer al rancherío anunciando la noticia a los gritos y culpando a Don Lonardi de asesino. Los paisanos lo calmaron, lo metieron a los empujones dentro de la casa de Don Hilario Struckmeyer y le pidieron que explicase todo. Le dieron de beber una jarra de cerveza de barril macerada con trocitos de jengibre, picante y refrescante a la vez, y Sixto Grauling contó y adornó la historia mientras bebía la cervecita de un jarro de madera y comía pan con rodajas de salame y queso de oveja, todo casero.

Los gringos le dijeron al mocito que se vaya un rato afuera porque tenían que hablar cosas de adultos; también echaron a las mujeres, a los perros y a los gurises.

Don Gervasio Stoltzenberg era el que más conocía de política porque sabía leer y escribir, era el Maestro de todos los gurises y además, uno de los pocos que hablaba castellano correctamente en leguas a la redonda. Había participado hacía muchos años, por haber pertenecido a un grupo paranaense del GOFA o algo así, de enredos e internas políticas entre bandos y estaba adoctrinado en el uso revolucionario de la espada. También tenía una escopeta Winchester de palanca del año 1.887 que estaba como nueva porque la había disparado una sola vez, que la había comprado su Opa, el padre de su madre, Don Cäsarius Ekkehard en la Patagonia a un forastero llamado Butch Cassidi, a quien acompañó a caballo hasta Santa Fe. A nado de caballo, agarrados de las crines cruzaron Don Cäsarius Ekkehard y Don Butch Cassidi el río Coronda como lo hacían antes los indios, y después en balsa llegaron hasta Diamante. Don Butch Cassidi siguió hacia Corrientes y desde allí se fue más al noroeste y murió en la selva, en tanto Don Cäsarius Ekkehard se casó como Dios manda, tuvo gurises y nietos, todos bautizados y estos últimos estudiaban en la escuela y eran hijos del Maestro Don Gervasio Stoltzenberg, y la escuela se llamaba “Escuela Provincial Nº 19 ‘General Eduardo Racedo’” y nadie entendía por qué era Nº 19 si en leguas y leguas a la redonda había una sola escuela, no diecinueve.

En medio del discurso de Don Gervasio Stoltzenberg, llegó el Padre Honorio Schützenhöfer, entró con los ojos en llamas abriendo las puertas de par en par, pidió la cabeza de Don Lonardi y clavó su facón en el centro de la mesa; entonces explicó que si la capilla tenía luz era gracias a Evita y al General y que ningún porteño iba a andar a los tiros o haciendo cosas de los demonios contra los paisanos que son gente de Dios. Se santiguó, se acomodó la rastra reluciente de monedas bajo la sotana, se rascó la barbilla hacia fuera y propuso ir en caravana hasta Buenos Aires para aniquilar a ese tal Don Lonardi y además, él sabía de las cosas de la guerra porque su Opa (que en paz descanse) le había contado lo de los zares rusos, y si bien Don Lonardi no era zar, se comportaba con los paisanos como tal. El problema es que para ir a Buenos Aires, hay que cruzar el Paraná en los lanchones del Ejército y no se sabía aún de qué lado andaban los milicos. La otra opción, era ir aguas abajo en balsa y el viaje duraba como una semana, siempre y cuando no haya una gran crecida del río. Don Gervasio Stoltzenberg dijo que le escribiría una carta a un amigo de su difunto hermano. Su hermano se llamaba Don Segundo Auspicio Stoltzenberg, asesinado por el Comisario Anastasio Gómez en una riña por unos cueros de oveja que según el Comisario Anastasio Gómez se los tenía que entregar por no haber pagado los impuestos de los cueros y el tabaco. La carta iría despachada de urgencia a la casa de Don Salustio Rogelio Gebardo Heubusch, afincado en Victoria, dueño de la herrería y que conocía al General Perón en persona y le había contado al General que su padre le había querido poner de tercer nombre “Gebardo” y no Gerardo como escribieron con tinta y pluma en los papeles y que se lo habían rechazado por no ser nombre cristiano y él le mostró al General Perón una estampita arrugada de San Gebardo de Constanza que trajo su Opa de Rusia, Don Aistulf Gebard Heubusch, devoto del santo y el General Perón le dijo que cuando quisiera, lleve los papeles en orden a la Oficina del Registro Civil porque él era el Presidente de la Nación y lo autorizaba a cambiarse el tercer nombre y así cumplió el General Perón y el finado (que se murió hace unos diez años de muerte súbita a los 103 años, que en paz descanse) se llama desde entonces Don Salustio Rogelio Gebardo Heubusch y es feliz porque así está escrito en la cruz de su tumba.

Doña Clodomira Kneertzenberger de Hartmann tomó una yegüita pinta prestada, buena para las carreras de cuadreras, y montando a la amazona se fue al galope a ver a su marido moribundo.

La yegüita siguió el camino de tierra en plena oscuridad con audacia y conocimiento del terreno. Doña Clodomira Kneertzenberger de Hartmann se arropaba con un chaleco de lana que le tejió su Oma, Doña Modesta Henke, a dos agujas con lana traída de Buenos Aires en un tren que llegó a Crespo. La lana la había mandado Evita y en las aldeas las Omas tejieron chalecos, pulóveres, saquitos y cardiganes color azul.

En el camino se encontró con el Comisario Anastasio Gómez y otros criollos más que cabalgaban tranquilos hacia el caserío para meter a los rusos-alemanes en cana porque ahora mandaba él, que era Comisario, y estos gringos siempre andaban metidos en líos políticos, y esto, el Comisario Anastasio Gómez lo sabía muy bien porque leía en el diario La Nación, que venía de Buenos Aires, las noticias sobre los revoltijos que andaban armando los rusos por Europa, China y Jerusalén; también esto se lo había dicho un hacendado oriundo de Victoria llamado Don Lauro Zenón Castellanos Azcuénaga, que vivía en Buenos Aires y había estudiado en el Colegio Inglés, que tenía ganas de comprar tierras por dos mangos a los gringos y estos no querían vender. Don Lauro Zenón Castellanos Azcuénaga le dijo una tarde al Comisario Anastasio Gómez entre mate y mate y en confidencia, que él debería ser duro como Don Robustiano Patrón Costas allá en el norte del país y darles latigazos en las espaldas a estos gringos brutos. Pero ahora, por culpa del General Perón, hombres fuertes como Don Robustiano Patrón Costas, que tenían a todo el mundo zumbando y a golpes de látigo para que trabajasen, no anduviesen holgazaneando por ahí y mamándose con vino barato de damajuana, ya no tenían más poder porque si golpeaban a algún gaucho o a un gringo, les caía la Ley, los metían en cana y encima había que pagarles las leyes sociales y había que anotar a los negros e indios para que tengan jubilación, por lo tanto, también tenían documento y podían votar en las elecciones e incluso las mujeres, que no sirven más que para traer hijos al mundo, también podían votar. Y nadie en las aldeas estaba de acuerdo con todas estas cosas que decía Don Patrón Costas ni Don Lauro Zenón Castellanos, porque no eran gente de confiarse.

Don Lauro Zenón Castellanos Azcuénaga era un hombre culto o rico, no se sabe muy bien, porque tenía doble apellido como Don Robustiano Patrón Costas y le insinuó, pero no le juró de palabra al Comisario Anastasio Gómez que si lograba persuadir (por las buenas o por las malas) a los gringos para que vendiesen las tierras, una buena parte de las ganancias sería para él.

Doña Clodomira Kneertzenberger de Hartmann saludó al Comisario Anastasio Gómez en Volga-Deutsch en medio de la oscuridad. El Comisario Anastasio Gómez se rió y le dijo: “Gringa bruta, ya vas a ver lo que les va a pasar a todos ustedes. Los vamos a hacer papilla.” Doña Clodomira Kneertzenberger de Hartmann entendió lo de “gringa bruta”, golpeó al caballo con el rebenque para saltar un zanjón y se perdió al galope en medio de los pastizales. Atravesó el vado y llegó más rápido que el Comisario Anastasio Gómez y su séquito hasta la aldea de retorno. Desde el caballo gritó que venía la policía y los paisanos que se habían preparado para ir a lo de Don Cándido Zechmeister por el camino de siempre, tomaron por el caminito del fondo, ese que lleva primero a Aldea Santa Walpurga, donde Don Abelardo Reusch fabrica mesas, sillas, banquitos y camas de madera con troncos de algarrobo que él mismo trae del monte.

Las mujeres y los gurisitos muy asustados, corrieron a la capilla y comenzó una misa improvisada para que el Comisario Anastasio Gómez no moleste y no ande pidiendo como siempre un chanchito, quesitos de leche de burra, huevos de pato, jamón de jabalí o algunos conejos, cuando no que un cuero entero de vaca, y encima, nada le era suficiente porque cuando veía a los gurises pescando en el riacho, le sacaba los pescados, hasta las mojarritas y las ranas, porque decía que estaba prohibido pescar y se los llevaba él y encima las ranas no son pescados porque respiran aire como cualquier cristiano. Pero nadie se olvidaba del episodio con Don Segundo Auspicio Stoltzenberg y todos sabían que Dios, los santos alemanes y Evita desde el cielo, harían justicia contra un hombre que siempre vivía tentado por el demonio y no le importaba.

Doña Clodomira Kneertzenberger de Hartmann, envalentonada, se cubrió la cabeza con un pañuelo y tomó un senderito sinuoso que llevaba de a pie hasta Villa San Ludolfo, donde Doña Consuelo Fassermann curaba la culebrilla, el mal de ojo, el empacho y tiraba el cuerito, tal y como le enseñó Doña Heráclita Presentación Rodríguez, oriunda de Goya, la noche de Navidad y que a ella se lo enseñó a su vez una india llamada Nemesia Acuña, y desde Villa San Ludolfo podía hacerse Doña Clodomira Kneertzenberger de Hartmann nuevamente al camino y evadir perfectamente a la policía.

Cuando el Comisario Anastasio Gómez y sus hombres llegaron, el caserío estaba vacío y en penumbras; únicamente la lamparita de la capilla estaba prendida.

Se apearon y comenzaron a dar tiros al aire y a los gritos en castellano exigieron que todos salgan de la capilla. Los que dedujeron, tradujeron y se quedaron quietos, ahora nadie entendería qué decían estos tipos y siguieron rezando a Santa Cunegunda que estaba vestida con ropitas de verdad y tenía enganchada con un alfiler de gancho por adentro de las ropitas una foto de Evita que había puesto allí Doña Bonifacia Iluminada Lütz, una solterona que no tenía las tripas en orden para tener hijos porque nunca había tenido la regla y que limpiaba la capilla, vestía a la santita y le sacudía el polvo a Jesús en la Cruz con un plumero de plumas de ñandú, no sin antes pedirle perdón a Dios por tener que plumerearle la carita, porque “Jesús, que es Cristo, es Dios y el Espíritu Santo también es Dios porque es una paloma blanca que bajó y entró en el espíritu de Jesús, por eso, no hay que matar a las palomas blancas con la gomera porque son de Dios y esto está en la Biblia que está escrita en latín que es el idioma que habla Dios y el Papa, que es hombre santo, que me permite explicar estas cosas en Volga-Deutsch, porque todavía no hay Biblia escrita en Volga-Deutsch, Amén.”- explicaba el Padre Honorio Schützenhöfer en Volga-Deutsch a los gurises y ellos mataban con la gomera solamente las torcazas que son medio marroncitas y las palomas comunes que no eran blancas para hacer guiso de paloma con repollo colorado y miel, que le quita lo ácido al repollo y el gusto a salvaje a las palomas.

El Comisario Anastasio Gómez empezó a impacientarse, pateó la puerta de la capilla para abrirla y se encontró con que allí dentro sólo estaban las mujeres, los gurises y un mocito de unos catorce años: Sixto Grauling. El Comisario Anastasio Gómez le dio un tiro certero a la lamparita, estallaron sus vidrios, dejaron la capillita en plena oscuridad y el Comisario Anastasio Gómez rió a las carcajadas.

Las Omas lloraron por semejante atropello a Dios, los gurises y bebés se aterraron y se aferraron con fuerza de las polleras de sus madres. Agarraron a Sixto Grauling de los pelos y lo arrastraron hasta la calle, lo revolcaron en la tierra entre patadas, cachetadas y gritos y el chico sólo decía “Ich weiß nicht”. Los perros salieron en jauría a defender al mocito y atacaron a los hombres a mordidas. Silbaban las fustas y los rebenques por el aire tratando de golpear a los animales.

El Wolf, descendiente de lobos siberianos y perra pastora, saltó sobre el Comisario Anastasio Gómez, abrió su enorme hocico y le trituró el cráneo de una sola mordida. Los huesos crujieron, brotó la sangre, se le deshicieron los sesos y los ojos se le saltaron hacia afuera. Cayó a tierra ciego y los otros perros se encargaron de despanzurrarlo arrancando pedazos del uniforme hasta llegar a las tripas.

Sixto Grauling se había escondido en un cobertizo y escuchó cerca de él el sonajero traicionero de una víbora cascabel. Se quedó tieso y movió los ojos de un lado al otro buscando un rayo de luna que la iluminase. Y allí la vio en un rinconcito, enroscada y amenazante. La chuzó con un rastrillo y le atrapó la cabeza entre los dientes de la herramienta. La cazó de la parte de atrás de la cabeza y luego con destreza, del cascabel. Sosteniéndola de ambos extremos se arrimó despacito y sin hacer ruido a uno de los policías que observaba paralizado la escena, le acercó la víbora al cuello, le apretó la cabecita triangular para que abra la boca y la obligó a morder a su víctima.

El criollo se tomó el cogote, tocó la serpiente, giró espantado sobre sus talones, miró los ojos de león de Sixto Grauling, le comenzó a temblar todo el cuerpo, escupía saliva hecha espuma y le sangraba la nariz. Se puso más pálido que la luna, se le hinchó el cuello, al ratito comenzó a ponerse morado y ya no pudo respirar más.

El Wolf levantó la cabeza y sus dientes relucieron rojos como “la estrella esa que se llama Marte” – así hablaba el Padre Honorio Schützenhöfer cuando miraba el cielo – y se abalanzó sobre el único hombre que quedaba en el ruedo (porque el otro había huido al galope) mordiéndole la nuca entera y quebrándosela al instante. Los demás perros se encargaron del resto del cuerpo.

Al trotecito andaban las mulas de Don Gervasio Stoltzenberg y Don Hilario Struckmeier. Cuando escucharon el galope desenfrenado de un caballo, salieron a su encuentro. El animal se asustó, se alzó en dos patas y el policía cayó al suelo dándose la cabeza contra una piedra enorme con forma de cabeza de monstruo que había sido quitada de un terreno mientras se araba. Esa piedra había roto el arado de Doña Cayetana Dolores Lehmann y hubo que llevarlo a Villa San Vladimir para que lo arregle un herrero polaco que sufría de parásitos y se rascaba constantemente allí abajo y hasta se llegó a lastimar, entonces un día se fue a lo de Don Cándido Zechmeister y justo no estaba en las casas, así que la Oma Gundelindis le dijo que se ponga una ramita de perejil con hojitas y todo allí adentro, por fuera que se pase grasa de iguana y que tome un caldo de colita de cerdo con mucho ajo crudo, que tome una copita de licor de anís “Ocho Hermanos” todas las noches antes de ir a dormir y que ponga debajo de la almohada un atadito de ramitas de ruda y romero, así se curó y nunca más se anduvo rascando que queda tan feo.

Los dos gringos se miraron sin entender demasiado por qué el criollo se había muerto tan rápido al golpearse la cabeza, porque Don Herculano Borgoño Feuermann también se había golpeado parecido y sólo quedó un poco mal de la cabeza, pero se casó igual y tuvo hijos normales porque la Oma Gundelindis le dio un ungüento de menta, alcanfor, violetas y jengibre para que se frote en la frente y le refresque el alma que es de donde vienen las ideas y los pensamientos.

Los paisanos vieron a la luz de la luna un hilito espeso de sangre que corría y se escabullía entre los pastos. Don Gervasio Stoltzenberg encendió un cigarrito de chala y luego la mecha de un farol a querosene. Iluminó la escena, se encogió de hombros, se santiguaron los dos y se fueron a tranco cortito hasta el rancho de Don Cándido Zechmeister para ver al paisano enfermo. El policía pedigüeño, que siempre andaba pidiendo dulce de naranjas, chorizos, salamines picado grueso, manteca casera, grasa de cerdo, pollos vivos y otras cosas por el estilo, ya no pediría más nada porque, como decía el Padre Honorio Schützenhöfer: “En el cielo hay de todo; solamente hay que llevarse la ropita puesta y ya, por eso siempre hay que vestir a los finados porque no hay que andar mostrando las vergüenzas a Dios, pero al entrar en la capilla hay que sacarse el sombrero, porque los que ya murieron y están viviendo con Dios, no usan sombrero, porque la luz de Dios no quema y la del sol sí. Pero Dios y el sol son parecidos porque los dos dan luz, como la electricidad que nos dio Evita, que también quema pero que ahuyenta la oscuridad, que es donde viven las ponzoñas. Y Dios creó al hombre con el nombre de Adán y después a Eva que fue mujer del primer hombre de la tierra, por eso Dios creó al General Perón y lo puso de Presidente porque se llama Juan Domingo como el Apóstol y el día santo de Dios y le puso de esposa a Evita, que es mujer santa. El sol también fue creado por Dios y de la costilla del sol, que también tiene cara y corazón, creó la luna, por eso la luna es blanca como los huesos y no tiene corazón porque su luz es fría y sí tiene cara. Pero los muertos nada saben, así que cuando los cristianos se mueren saben cosas de Dios si han sido buenos y del demonio, si han sido malos y nada le pueden contar a los cristianos vivos porque está prohibido por la Biblia y es palabra del Rey Salomón, que era hombre justo y cumplidor de su palabra como el General Perón, por eso tenemos esta marca sobre el labio que es el dedo de Dios que ha sellado la boca de cada cristiano al nacer y de los judíos también, para que nada sepamos del mundo de las almas. Así contaba la sabiduría de Cristo la Oma de mi Oma, que en paz descanse, Amén.” Y todas las cosas de Dios, el Padre Honorio Schützenhöfer las explicaba en Volga-Deutsch para que se entiendan bien.

A lo lejos divisaron mortecina la luz de una lamparita y apuraron los caballos. Afuera distinguieron la silueta de Doña Clodomira Kneertzenberger de Hartmann y de la Oma Gundelindis que sobre un fueguito había puesto una pava negra para cebar mate. Los hombres se apearon, ataron los caballos al palenque y la Oma Gundelindis con una señal de la mano los invitó a pasar. Don Anselmo Hartmann estaba recostado en la cama matrimonial y fumaba tranquilamente un cigarrito que le había liado la Oma Gundelindis con un poquito de hojitas de menta y pétalos de lino para que le abran los pulmones y la sangre ande despacito pero más líquida y cada media hora le daba un vaso de agua fresca de pozo con el jugo de tres quinotos para que le vayan limpiando las venas de la grasa que se va metiendo allí dentro con el paso de los años.

En la cocina, estaban casi todos los gringos de Aldea Santa Cunegunda y Villa Schwagger y otros de otras villas, colonias y pueblos vecinos. Entre ellos, estaba Casiodoro Pérez, un criollo santafesino de ojos verdes que según él, por tener abuela alemana, el General Perón lo había mandado a Entre Ríos para charlar de política con los rusitos y terminó apalabrando a la hija menor de Don Celestino Kiesewetter, pero éste le dijo que si quería, podía casarse con la gurisa mayor porque la menor todavía no era señorita. Casiodoro Pérez, como buen morocho pintón, hacía gala de chapucear algo de alemán aprendido de su Oma conquistando así a las criollas. Aceptó el trato de buen grado porque la hija mayor de Don Celestino Kiesewetter también era muy bonita, además Casiodoro Pérez tenía en Santa Fe fama de picaflor, por lo que ya a los cuarenta años debía formalizar.

Al despuntar el alba, anunciada por un gallito de riña tornasolado que mantenía orden y disciplina en el gallinero, los gringos y Casiodoro Pérez comieron tortas fritas, Kraut Pirogg calentitos, el mate pasó de mano en mano y para calentar el cuerpo tomaron unas copitas de un whisky de fina botella de vidrio labrado traído por Casiodoro Pérez, que lo había comprado en Santa Fe.

En Aldea Santa Cunegunda, Sixto Grauling había lavado de noche a los perros con jabón Federal para sacarles la mugre de la sangre y los había arrimado a una fogata para que se sequen, cuidando que no les dé la luz de la luna, porque a los perros y a cualquier animal en general y a los cristianos también, si les da la luz de la luna cuando están mojados se les pudre el cuerpo y mueren, por eso los pescados a la luz de la luna se pudren por estar tan mojados. Y las gurisas ya grandes que se lavan el pelo de noche antes de ir al baile, tienen que llevar un pañuelo atado sobre la cabeza porque la luna, que es astuta como gata en celo, les pudre los sesos y piensan cosas del Diablo.

Mientras tanto, las mujeres dejaron a sus gurisitos a cargo de las hijas de Hermenegildo Ostermeyer para poder sacar a los finados de enfrente de la capilla y llevarlos en carreta hasta el cruce de los caminos. Juntaron las tripas y los sesos en una bolsa de arpillera, acarrearon todo y ataron los caballos de los muertos a la parte de atrás de la carreta. El Padre Honorio Schützenhöfer las acompañó portando una lámpara a querosene que le había regalado Don Estanislao Maldonado, un político que administraba una Unidad Básica en Paraná que cumplía con sus promesas y trabajaba en la despensa de Don Ludovico Rojas, oriundo de Diamante, que al caerse del caballo, quedó mal de las piernas, caminaba con dos bastones y se fue a lo de un curandero de Chajarí para que le arregle el hueso y ahora camina con un solo bastón.

Otras mujeres limpiaron la sangre de la tierra, trabajo muy costoso porque todo estaba manchado y tuvieron que remover el polvo con palas y azadas para que no quedasen rastros de la masacre.

A la vera del camino, se encontraron con un caballo solo en medio de la oscuridad. El Padre Honorio Schützenhöfer alumbró al animal, vio a un costado el cadáver del policía y se santiguó. Decidieron bajar allí mismo a los finados y Doña Primitiva Tecla Brockmann de Holnsteiner metió mano en la bolsa de arpillera y desparramó las tripas por el lugar que olían igual o peor que las tripas de chancho; soltaron los caballos y les dieron unos golpecitos en las ancas para que se alejen rápido. Mientras tanto, el Padre Honorio Schützenhöfer les dio a todos los finados la extremaunción, aunque ya estaban bien muertos y los bendijo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén; porque después de todo, habrán sido malas personas, pero no se le puede negar a ningún cristiano una bendición, aunque no la pueda pedir por estar muerto.

Doña Herencia Felicitas Altenberg viuda de Don Segundo Auspicio Stoltzenberg cortó y ató unos manojos de matorrales a la parte de atrás de la carreta para borrar todos los rastros, porque sabía que si venía un criollo baqueano, encontraría las marcas de las herraduras y la huella de la carreta.

Retornaron rápido a Aldea Santa Cunegunda levantando gran polvareda, prendieron fuego a los matorrales que habían estado atados a la carreta y junto con ellos también la bolsa de arpillera que tardó un poco en prender porque estaba muy húmeda por los flujos de la tripería. Entonces, el Padre Honorio Schützenhöfer que se había servido una copita de aguardiente de mandarinas, se dio cuenta que el licor le calentaba el cuerpo, así que tomó un vaso cervecero, lo llenó hasta el tope de aguardiente y echó el líquido de un sacudón con la mano hacia el fuego; una llamarada se elevó hacia el cielo y la bolsa se consumió de inmediato.

Hicieron descansar a los caballos, les rascaron las herraduras y lavaron minuciosamente la carreta con cepillo de alambre.

Sixto Grauling atizaba el fuego con un fierro largo, bajó la vista un momento cansado de tanto tumulto y vio una gota de sangre en su alpargata. “Scheiße!”, dijo el mocito, se quitó la alpargata y quemó con el fierro candente la mancha de sangre creando un agujero negro en la tela. Sabía que si la lavaba, la mancha no se iría y quedaría allí para siempre. Además, tener la mancha de sangre de un muerto atraía a los espíritus de los muertos que estaban en el infierno llamado Muspellheim; así le había dicho el Padre Honorio Schützenhöfer, que a su vez se lo había contado la Oma de su Oma, que murió a los 123 años por tomar vino y después comer sandía, que en paz descanse, Amén.

Adoraba esas alpargatas porque se las había regalado el Maestro Don Gervasio Stoltzenberg por sacarse un diez en matemáticas, otro en geografía y un nueve en caligrafía y si Dios quiere, al año siguiente ya terminaría el primario. Mientras pensaba en coserle un parchecito blanco a la alpargata, se quedó dormido junto a los perros y soñó que besaba a una chinita de trenzas rubias que había visto en la capilla.



Der Morgen danach (La mañana siguiente)




Don Jacinto Córdoba, dueño de la despensa “El pato mudo” en Crespo, se levantó temprano, tomó unos mates de leche bien dulces como le gustaban a él y puso en marcha su Rastrojero 1.952; cargó unos pedidos de los gringos de las aldeas y se hizo al camino de tierra. Repartió en Aldea Santa Úrsula, en Pueblo Schwarzsteiner y llegó al caserío donde vivía Don Cándido Zechmeister y no había nadie. A tres cuadras estaba el rancho del casi médico y se fue para allá. Bajo un sauce llorón encontró a muchos paisanos tomando mate, fumando chala y cigarrillos armados con tabaco de Misiones.

Don Jacinto Córdoba preguntó qué pasaba y le contaron que el corazón de Don Anselmo Hartmann les había dado un gran susto. La Oma Gundelindis, que tenía 104 años, estaba con su nuera cuereando dos chanchitos moteados y Don Arnoldo Kleemayer ya había cuereado y trozado un gran conejo gris y lo estaba preparando a la cacerola con ramitas de estragón, papas, zanahorias y zapallo que había cortado con un serruchito mocho Doña Clodomira Kneertzenberger de Hartmann y había freído cuerito de chancho en grasa y Reibeplätzchen que también se llaman Kartoffelpfannkuchen.

Don Jacinto Córdoba comió cuerito frito de cerdo, guiso de conejo, chanchito asado, jamón de jabalí y probó las Reibeplätzchen. Bebió cerveza casera y después una copita de vodka hecho con alcohol de trigo.

A eso de las tres de la tarde decidió seguir su recorrido para hacer las entregas de los bultos. Bajó la ventanilla del Rastrojero porque hacía un poco de calor y algunas moscas se le metieron adentro y cada vez fueron más. Vio unos caballos solos con montura y luego un espectáculo aterrador: unos hombres muertos llenos de voraces hormigas coloradas, moscas que se les metían por los agujeros de las narices, moscardones y todo tipo de bichos, más tripas pudriéndose y sangre oscurecida por todos lados…

Dio marcha atrás al Rastrojero, buscó mirando por el espejito retrovisor el vado seco para girar y poder regresar de inmediato a Crespo.

Don Jacinto Córdoba llegó a Crespo, estacionó frente a la Comisaría y tocó bocina. Un cabo medio dormido salió y le gritó: “¡Eh, qué quiere Don Jacinto!” Y Don Jacinto Córdoba tomó al cabo del brazo, lo metió dentro de la Comisaría, relató lo visto y al final agregó: “Para mí que los atacó eso que dicen los rusos que anda suelto por ahí, algo así como un Muspel no sé cuánto o algo más creíble: jabalíes salvajes…” El cabo, aún medio dormido, relacionó los acontecimientos y gritó pegándose con la mano en la frente: “¡El Comisario Gómez! ¿Y los caballos? ¿Y mis compañeros?” Don Jacinto le explicó que todos estaban muy muertos pero los caballos no, porque corren más rápido que los cristianos. Y el cabo no dijo nada más, pero todos sabemos que pensó que si el Comisario Anastasio Gómez estaba muerto, él sería entonces el nuevo Comisario, por eso, cuenta Don Jacinto Córdoba, que ese día el cabo estaba bastante sonriente. Y así fue: el cabo se hizo Comisario como manda la Ley y era hombre justo y honrado que no andaba pidiendo nada a los Volga-Deutsch, y como el pueblo lo apreciaba, lo invitaban los gringos y los criollos también, los domingos, después de la misa, a comer con su esposa, Doña Remedios Encarnación Pereyra de Montoya, y a los cuatro gurisitos y le regalaban quesitos de oveja, naranjas y frutillas de la quinta de Don Telésforo Stegmann.

Salieron de la Comisaría y se fueron en el Rastrojero hasta la Municipalidad a buscar al Intendente. Don Jacinto Córdoba relató nuevamente los hechos. El secretario del Intendente, un abogado jovencito de pelo engominado como Gardel, recién recibido en la Universidad del Litoral, telegrafió a Paraná y desde allí salió de inmediato una patrulla de Gendarmería Nacional en un camión Mercedes-Benz L6600 a gas-oil pintado de verde militar y los gendarmes llegaron a medianoche al lugar de los hechos.

Las nubes de mosquitos revoloteaban en derredor de los finados que ya estaban haciendo mal olor. Iluminaron la escena con faroles a gas portátiles y vieron cómo una yarará se escabullía entre las costillas a la vista del cuerpo del Comisario Anastasio Gómez. Un gendarme llamado Ramón Morales, vació el cargador de su fusil Fal a disparos contra la víbora y destrozó algunas costillas del difunto. “¡No me mate al muerto, Cabo Morales!” - gritó un gendarme de mayor rango.

Una tropilla se acercó al sitio y los gendarmes apuntaron a los gringos. Doña Clodomira Kneertzenberger de Hartmann venía en una carreta con su marido recostado sobre una parva de heno con un gatito atigrado de ojos amarillos como el sol entre las ropas calentándole el corazón. Los gendarmes interrogaron a los hombres y Don Gervasio Stoltzenberg respondió con acento alemán a las preguntas del gendarme y cuando se dispuso a contar lo de Don Anselmo Hartmann y de cómo la Oma Gundelindis y Don Cándido Zechmeister le habían salvado la vida, el gendarme se hartó y les dijo con vozarrón militar a los gringos que se fueran inmediatamente “pa’ las casas”. Pasaron frente a los cadáveres, se santiguaron y se perdieron de vista en la negrura de la noche.



Noch später (Aún más tarde)




Sixto Grauling se sentía todo un hombre y se había enamorado de repente y en su sueño de una de las hijas Doña Primitiva Tecla Brockmann de Holnsteiner. La chinita, de largas trenzas rubias y ojos color aceituna se llamaba Gertrudis Holnsteiner. Las malas lenguas decían que se parecía al Padre Honorio Schützenhöfer y no a Don Conrado Holnsteiner porque Doña Primitiva Tecla Brockmann de Holnsteiner había aceptado tomar una sopita de zanahorias en la Sacristía con el Padre Honorio Schützenhöfer y así se había quedado embarazada; moraleja: “no hay que tomar sopita de zanahorias en la Sacristía con el cura porque te quedás embarazada” – explicaban en Volga-Deutsch las Omas de las aldeas a las gurisitas aún vírgenes.

Gertrudis Holnsteiner, escasa de palabras, le contó sin embargo a Sixto Grauling lo que la paisanada andaba diciendo y él a su vez le contó que se había enterado de su nombre cuando empezó a ir a la escuela porque pensaba que se llamaba Knabe, porque así le decía el padre. Y en la escuela también se enteró que “Sixto” se les pone de nombre a los hijos número seis, pero él era el primero, y que su padre le había querido poner de nombre “Tassilo”, como se llamaba su bisabuelo. Contaba su padre que el Juez de Paz no le entendió y le dijo que estaba prohibido ese nombre porque no pertenecía a ningún santo; el padre le explicó al Juez de Paz que era un nombre de la Biblia, por lo que era nombre santo y además era el de su Opa, Don Tassilo Grauling, que en paz descanse. El Juez de Paz se hizo el que entendió, pero escribió en los papeles “Sixto” y así dice en su documento que todavía no tiene foto, pero cuando le toque la colimba, le van a dar una Libreta de Enrolamiento con foto de él, de la bandera, del escudo y del Himno Nacional como la que tiene Don Aparicio Clandestino Landwehr, que salió de la colimba hecho un gran hombre. Don Aparicio Clandestino Landwehr contó que anduvo por Bahía Blanca, conoció el mar y dijo que el agua era salada como la del pozo que estaba en el rancho de Don Tulio Zoilo Sieber que estaba perforado sólo a dos metros, por lo que no servía para regar las plantas porque se morían, pero que desde el fondo del mar, venían nadando caracoles más grandes y más bonitos que los de los bañados y lagunas entrerrianos.

Entonces, Don Aparicio Clandestino Landwehr, le explicó a Sixto Grauling, que si el pozo de Don Tulio Zoilo Sieber tiene agua salada es porque allí hace muchos años, antes de que llegasen los abuelos de los abuelos de ellos a Entre Ríos, debe haber habido un mar, y esto es de creer porque se lo dijo el Sargento Centeno, que es hombre del Ejército Argentino y soldado del General Perón.

Además, el Sargento Centeno le prometió a Don Aparicio Clandestino Landwehr que iría a visitarlo a Aldea Santa Cunegunda porque quería conocer a su hermana pues tenía lindo nombre: Milicia Argentina Landwehr, que todavía estaba soltera y ya tenía diecisiete años. Y así fue (porque el Sargento Centeno es hombre de palabra) que a los cinco o seis meses de haber salido Don Aparicio Clandestino Landwehr de la colimba, el milico vino de visita, pidió la mano de la mocita y se llevó a Milicia Argentina Landwehr, se casaron en Buenos Aires, se fueron a vivir cerca del mar y mandó carta con la foto de la boda.

A los siete meses de aquella primera charla entre Sixto Grauling y Gertrudis Holnsteiner, hubo boda apresurada porque la chinita había tenido un retraso en la regla. Fue entonces cuando Teodorico probó por primera vez las delicias de los grandes pasteles con crema blanca.

Al final, Don Sixto Grauling, no hizo la colimba por tener dos hijos varones y una gurisita de ojos color de las paltas y tener que mantener: a su esposa, Doña Gertrudis Holnsteiner (que fabrica quesitos de leche de burra y de oveja con granos de pimienta para darle gusto), a una yegua criolla, al perro Wolf (que se lo quedó él) y a una perra que tuvo cuatro crías de pelo largo como el Wolf, a dos ovejas, cuatro chanchos, seis vacas, un toro sin capar, un montón de gallinas pininas, un gallito muy bravo que atacaba a las víboras, a una gatita blanca para que le cuidase el corazón que a su vez tuvo seis gatitos de diferentes colores y a un burro hijo de la burra de Don Pino Gürthmann, que se apareó después con la yegüita criolla y le dio una linda mula albina que no puede estar al sol, pero igual recibió su documento con foto de él, que le hizo un fotógrafo del Ejercito Argentino y estaba muy orgulloso de tener libreta.

Y Don Anselmo Hartmann todavía vive, porque en realidad nadie sabe qué edad tiene. El día que el Padre Honorio Schützenhöfer lo bautizó, resulta ser que llovía mucho y cayó una gota de una gotera del techo de la parroquia sobre el libro de bautismo con la fecha del gurí y se borró todo lo que la gota tocó. Parece ser que nomás a los quince años ya le hicieron hacer la colimba porque aparentaba ser más grande por tener las piernas peludas y tener que afeitarse. En Corrientes, en el Destacamento Militar, le dieron su Libreta de Enrolamiento con foto y todo, porque él no tenía ningún papel de fe de nacimiento.

Quizás tenga 100 o más años; lo que sí todo el mundo sabe, es que todavía cuerea chanchos y él mismo hace los embutidos con pimentón, pimienta, enebro y un poquito de azúcar. Y todas las noches duerme calentito con un gato cerca del pecho para que le cuide el corazón.

Como Doña Clodomira Kneertzenberger de Hartmann ya ha fallecido, que en paz descanse, entonces Don Anselmo Hartmann se volvió a casar hace como diez años con la Oma Segunda Instruida Grubbe que había enviudado de Don Crescencio Neófito Hartmann, primo de Don Anselmo Hartmann y de Restituto Ulpiano Hartmann quien es ahora Jefe de Comuna en Aldea Santa Úrsula por voto del pueblo, aunque la mayoría no votó porque estaban todos en La Paz pescando en la Fiesta del Dorado; parece ser que votaron cinco paisanos nomás: Suplicio Hartmann, Tranquilina Vitalia Dergreif viuda de Tránsito Frígido Hartmann (Don Tránsito Frígido Hartmann no votó porque una semana antes de las elecciones murió de los intestinos que se le salieron hacia afuera porque andaba constipado e hizo demasiada fuerza y se le estrangularon las tripas, y era joven, tenía 82 años), Eusebio Hartmann, Macario Hartmann y Jonathan Kevin Hartmann, que cumplió este año los dieciocho y estudia computación porque en la escuela secundaria le dieron una valijita que es una computadorita que lleva a todas partes y se puede ver allí también televisión con una antenita.



Heute (Hoy)




Mientras Don Teodorico Juan Domingo Allerkamp, de 62 años de edad, oriundo de Aldea Santa Cunegunda, me contaba todo esto en la sala de espera del Sanatorio Americano atestada de pacientes, todavía se relamía por el pastel de bodas de Don Sixto Grauling y Doña Gertrudis Holnsteiner.

Don Teodorico Juan Domingo Allerkamp dijo además que todo esto se lo había contado el Maestro Don Gervasio Stoltzenberg y también su padre, gran narrador de las historias de los abuelos, Don Otto Amable Allerkamp, y que él se acordaba perfectamente de cuando era gurí y vio como estallaba la lamparita de la capilla por los tiros del Comisario Anastasio Gómez y jamás en su vida se va a olvidar de eso.

Culminando su relato, agregó: “Ahora los médicos dicen que tengo diabetes y que no puedo comer dulces, también dicen que no puedo comer ni salame ni chorizo porque tengo alto el colesterol y además me prohibieron el vodka y la cerveza por la presión. Pero yo no me pienso morir hasta que usted no escriba toda esta historia. Porque así defendimos los gauchos Volga-Deutsch al General Perón… Además, quiero que se venga de visita a Aldea Santa Cunegunda para que conozca a Don Fernando Richtermann, que es Maestro de Alemán como usted, oriundo de Colonia von Toess, todavía está soltero y sin compromiso, es buen cristiano, tiene casa, caballo, auto, celular, gallinero, un pavo real de gran plumaje, computadora, un televisor LED, equipo de música, un terreno enorme con árboles de mandarinas, naranjas, paltas y un nogal; también cría codornices que son buenas ponedoras de huevitos pintos y cocina muy bien Gulasch con Spätzle y todo”.

A continuación, sacó discretamente una petaquita de metal de adentro de su buzo de “La Martina” y me ofreció un traguito de vodka hecho con alcohol de trigo y acepté con gusto.

Y toda esta historia me la narró Don Teodorico Juan Domingo Allerkamp en Volga-Deutsch; un idioma que desde hace muchos, pero muchos años no se habla más en las estepas rusas y que nunca se habló en Alemania...



Nota:
“Fortsezung folgt (Continuará)…” porque no quiero que le pase nada malo a Don Teodorico Juan Domingo Allerkamp; quizás, dentro de unos cuarenta o cincuenta años agregue unas cuantas líneas más a la historia y la termine, ya que me falta escribir la receta de las Reibeplätzchen e ir este año de visita a Aldea Santa Cunegunda, a la casa de Don Teodorico Juan Domingo Allerkamp para conocer a mi colega Don Fernando Richtermann y probar su Gulasch con Spätzle…





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