Lo brindó José Solanille, un peón rural que vivía a 500 metros del centro
clandestino de detención cordobés. Hizo un pormenorizado relato de las
atrocidades que allí se cometieron. Contó de los fusilamientos y de las fosas
comunes.
*Por Marta Platía
El arriero José Julián Solanille, de 83 años, sólo encontró
en su vocabulario de campesino insultos y descalificaciones para retratar a los
autores de las torturas y el asesinato de cientos de personas; para describir
los hedores de los cuerpos quemados, las fosas repletas de cadáveres y los
aullidos de los prisioneros de La
Perla. Un sitio que distaba, según precisó al dar su
testimonio en el juicio por los crímenes cometidos en ese centro clandestino de
detención, “a unos 500
metros ” de donde se encontraba su propia casa.
“A principios de 1976 –arrancó– yo vivía ahí con mi mujer y
mis seis hijos ahí cerquita de la cárcel de La Perla. Desde el 24 de
marzo lo que ya venía viendo empeoró: se llenó de gente la cárcel y empezaron
los gritos todas las noches. Desgarradores gritos todas las noches, señor juez.
Mi mujer tenía miedo, se quería ir de ahí. Pero yo no sabía dónde ir, dónde si
ahí tenía trabajo. Ahí es cuando empecé a ver lo que estos atorrantes,
sinvergüenzas, hijos de mala madre estaban haciendo.”
Entre los imputados, Solanille reconoció a Luciano Benjamín
Menéndez, a quien dijo haberle “tenido aprecio alguna vez”, ya que le calzó uno
que otro caballo; al “Nabo” Ernesto Barreiro; al “capitán (Exequiel) Acosta”,
alias “Rulo”; a Pedro Vergez, alias “Vargas”, y a Luis Manzanelli.
Recordó cuándo escuchó por primera vez el apodo de Barreiro:
fue por boca de la mujer de un paracaidista de apellido Baigorria. “Me acuerdo
que el marido tenía un Chevy amarillo. Venían y este señor dejaba a la señora,
que era muy linda, en mi casa. Una vez ella salió al campo con un termo y
estaba cerquita de la cárcel. Se sentían gritos. Se escuchaban muchos gritos de
chicas. Entonces los dos vimos pasar a Barreiro como a unos ocho metros. Ella
me dijo entonces ‘ahí va el Nabo. Vas a ver cómo se va a acabar el griterío de
las putas ésas’.”
Barreiro se rió como si hubiese escuchado el mejor de los
chistes. Pero su mano izquierda lo traicionó con un movimiento hiperkinético
sobre su rodilla. El otro que no pudo con su propio cuerpo fue nada menos que
Menéndez. Su pose impertérrita, pétrea, sostenida durante los seis juicios que lleva
por delitos de lesa humanidad, estalló en añicos durante el testimonio de
Solanille: estuvo sentado de lado en su butaca, el torso hacia adelante, el
pecho casi tocándole los muslos en dirección al arriero. No quiso perder
palabra de lo que dijo Solanille. Se molestó y masculló insultos por lo bajo en
algunos pasajes, y varias veces levantó la mano para replicar. El juez le
ordenó silencio. Sólo le admitió una queja: que el declarante “no debe
calificar a los represores”. Pero ni eso lo tranquilizó: Solanille lo vio al
frente de un fusilamiento masivo y dio cuenta de ello.
“Estaba con otro compañero en la Loma del Torito. Habíamos
visto la fosa cavada. Unos cuatro metros por cuatro. Tenían a toda la gente en
dos filas. No sé, eran muchas personas. Como cien. Algunos vestidos, otros
totalmente desnudos. Estaba Menéndez. El había llegado en un (Ford) Falcon
blanco. Yo lo había visto. Sabía que se venía algo grande. Y ahí estaba, con su
fusil. No lo vi disparar. Pero él dio la orden. La gente estaba encapuchada o
vendada o tenían unos anteojos... Los que no tenían nada, los que podían ver,
gritaban. Unos hasta corrieron. Pero los mataron por la espalda. Ahí nos
rajamos con mi amigo. Estábamos cagados de miedo. Nos habíamos arrastrado hasta
arriba de la loma, pero bajamos corriendo. Después se ve que los quemaron.
Tiraron explosivos. El humo con ese olor espantoso se vino para mi casa. Era
insoportable. Mi mujer y mis hijos se quejaban. Era horrible.”
Solanille contó que días después pasó por el lugar y vio que
habían tapado la fosa: “Se ve que estaba muy llena, porque sobró mucha tierra”.
También recordó cuando una perrita que tenía comenzó a llevar a la cucha
“huesos chiquitos, cabecitas muy chiquitas...”. Allí se quebró. Se cubrió los
ojos celestes con una de sus manos y sollozó: “Perdónenme abuelas, pero la
perrita traía manitos, bracitos, batitas celestes y rosas...”
El ternero y los cadáveres en el pozo
Solanille recordó también la vez que uno de sus terneros
cayó en un pozo y lo rescataron con otro campesino y unos soldados: “Tenía más
de 18 metros .
El animalito estaba parado. Pero alrededor había muchos cuerpos. Era espantoso.
Salía un olor horrible. Había mucha gente muerta. Cabezas, piernas, brazos
retorcidos, una chica con el pelo despeinado, para adelante... Sacamos el
ternero. Un olor bárbaro tenía... Cuando volvimos después con los jueces y la Conadep , costó encontrar
ese pozo, porque le habían hecho una loza de material arriba, y habían
construido una casa cerca. Pero yo sé bien que ahí abajo estaba el pozo donde
se cayó el ternero”.
El hombre dijo haber contado “más de doscientos pozos”,
algunos grandes, otros más chicos. Todas tumbas. “Eran tumbas porque tiraban a
la gente adentro y siempre sobraba tierra. A veces los enterraban tan mal que
las lluvias lavaban el terreno y salían los huesos... Entonces los animales los
agarraban. Los llevaban a mi rancho... Además el olor. Quemaban los pozos y, cuando
había viento norte, el humo con ese olor de cristianos quemados llenaba mi
casa. Con mi mujer discutíamos. Yo me había vuelto casi loco. Tanto que me fui
a dormir a un rancho más adentro del campo para no tener tantos problemas. Ni
una sola noche desde que vi todo eso me he podido olvidar de La Perla ”, soltó. Y de nuevo
los insultos “a estos vándalos, atorrantes, asesinos”.
Contó, además, de “la primera y única vez” que vio pasar un
helicóptero por La Perla.
“Fue el 3 de mayo de 1976. Iba a caballo y vi que tiraron como dos bolsas de
papas. Eran dos chicas.”
Según Solanille, “algunas mujeres la pasaron muy mal, fueron
muy maltratadas antes de que las mataran”. Dijo haber presenciado “una fiesta
donde habían llevado a algunas chicas y las hacían chupar vino, se las tiraban
unos con otros. Era espantoso”. Y también recordó un día que vio a “muchos
jóvenes al sol, todos con los ojos vendados, las manos y los pies atados y, a
un costado, llorando, a un chiquito de unos cuatro, cinco años”.
Solanille dejó casi sin preguntas a la defensa. Tan
contundentes fueron sus dichos, a pesar de que, como era previsible, se intentó
aducir “su pérdida de memoria por la edad”. Una afirmación que hizo sonreír a
más de uno en la sala, considerando la minuciosidad de su relato.
Antes de terminar su declaración, memoró cuando una bala
perdida casi lo mata a él: “Pero le dio a la yegüita en la que yo iba montado.
Cuando me bajé, me manché con su sangre”. Furioso, volvió a darse vuelta y miró
a los imputados. “Mire señor juez, los tengo acá, atrás, en mi espalda.
Cuídeme, porque son capaces de cualquier cosa. Yo los he visto. De cualquier
cosa.”
Antes de levantarse de su silla, el arriero pidió que “el
juez y los periodistas” tomaran nota de algo: “Quiero decir que donde todos
murieron, yo resucité. El año pasado, el 24 de marzo, cuando fui a La Perla , me infarté. Y si no
fuera por los chicos de HIJOS, no estaría acá. Ellos me salvaron y no me morí
por diez minutos, me dijo el médico. Emiliano Fessia (encargado de ese espacio
de la Memoria )
y los chicos me salvaron. Tanta gente que murió ahí y ahí yo resucité”,
repitió, ya casi como para sí mismo.
Menéndez lo contemplaba, aún, doblado sobre sí mismo. La
cara descompuesta, escuchando al único testigo que lo vio haciendo lo que todos
saben que hizo y que el ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército no niega: dirigir
y ordenar la tortura y la matanza de cientos de personas en el campo de
concentración más grande que ha existido en Córdoba. El de Solanille ha sido
uno de los testimonios más terribles y definitivos de los que se han escuchado
en lo que va de este juicio.
Gentileza de: Carlos Alberto Ripoll
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