¿SARMIENTO RACISTA? COMPONENTES BABÉLICOS DE UN PUEBLO MULTÍGENO



“La ciudad de Babylonia/ aquella confusa patria/

encanto de mis sentidos/laberinto de mi alma”

Fray Luis de Tejeda

“No temáis, pues, la confusión de razas y de lenguas. De la Babel, del caos, saldrá algún día brillante y nítida la nacionalidad sudamericana. El suelo prohija a los hombres, los arrastra, los asimila y hace suyos”.

Juan Bautista Alberdi





1.- Babel

El símbolo convoca, en la libertad de sus significantes latentes, la promiscuidad; y, según Hartman ( Derrida/Hartman: 372), “una metáfora promiscua es mejor que una literalidad sin cara”. Basado en Derrida, postula que la persistencia del mito de Babel, sobreviviente de catástrofes culturales y traducciones múltiples, “nos avisa acerca de que no se trata de una figura cualquiera”.

Alguna vez, Borges meditó melancólicamente acerca de nuestras imposibilidades (1932:11) y el artificio argumental estaba montado a partir de nuestra multiplicidad étnica y nuestra inadecuación lingüística. Es la versión artificiosa y clasista de un chiste vulgar: “Los argentinos descienden de los barcos”.

Preferimos pensar a la Babel-Patria como un desorden o mezcla portadores de aperturas y posibles. Un rumor sordo sube desde las entrañas mismas de lo innominado en nosotros como balbuceo incesante de lo informe y heteróclito. Pensamos, por ejemplo, en Juan Bautista Alberdi y en Domingo Faustino Sarmiento. Ambos testimonian acerca de la necesidad de vencer el miedo e imaginan que la patria, como sede de contradicciones, se manifiesta como un poder fagocitador. Según Scalabrini Ortiz, somos un pueblo multígeno. Con eso quería decir que llevamos en nuestras entrañas la humanidad entera y estamos abiertos a la solidaridad con todo lo humano. Nuestra genealogía y nuestro destino es la humanidad.

1.- Para nosotros y todos los hombres del mundo

En enero de 1927, Ricardo Rojas firmó la noticia preliminar de Condición del extranjero en América (1928: 9-16) de Domingo Faustino Sarmiento. El volumen recopila artículos periodísticos del sanjuanino fechados entre el 10/11/1855 y el 02/06/1888, a meses de su muerte. Trata en ellos sobre los desafíos y problemas que plantea la inmigración.

Sostiene Rojas que el enfoque sarmientino apunta a “problemas concretos de la vida cotidiana” y a la pregunta de cómo crear una patria y no una “factoría sin destino histórico”. A Sarmiento lo preocupaba un hecho puntual. Los extranjeros residentes en Buenos Aires, llevados por la nostalgia, el orgullo de origen, la ayuda mutua, se “agrupaban en comunidades extraterritoriales”.

Según Rojas, el problema emergente no era una cuestión biológica sino política. Los agentes diplomáticos ejercían presión sobre el gobierno argentino: un cónsul inglés pretendía que las valijas postales traídas en barcos británicos se abrieran en su sede consular. No faltó el cónsul extranjero dispuesto a intervenir como autoridad judicial en un juicio sucesorio de un connacional fallecido en Argentina y con bienes en el país: “Padres europeos defendían la nacionalidad de origen de sus hijos para sustraerlos del servicio militar argentino y muchos patrocinaban la fundación de escuelas extraterritoriales en las que no se enseñaba ni el idioma ni la historia de nuestro país”.

Tal el panorama detectado por Ricardo Rojas en los textos sarmientinos que vituperan tales pretensiones y polemizan con ingleses, alemanes, suizos, franceses, españoles y, sobre todo, italianos. Ingresemos en un fragmento de esta ríspida textualidad.

En los inicios del gobierno de Juárez Celman (1886), el diputado Antonio Cambaceres auspició un proyecto de ley solicitado por varios extranjeros. Propugnaba una reforma de la ley de ciudadanía para que se concedieran derechos políticos a los residentes extranjeros sin que ellos lo solicitaran. Sarmiento combatió la iniciativa:

“El deseaba que los extranjeros participaran de nuestra vida pública, pero voluntariamente, por opción individual y por íntima asimilación a la vida nacional (…) No aceptaba ni la ciudadanía “automática” que data de aquella solicitud, ni la doble ciudadanía, como no aceptaba el jus sanguinis ni la poliglotía babélica, ni el mercantilismo cosmopolita que ya empezaba a triunfar en el país, con detrimento de la moral privada y pública” (Rojas:1928, 13).

Todos estos signos se codifican como síntomas de una nueva caída en la semiosis de una tradición que nos marca con el sello de la confusión y su amenaza consecuente de dispersión: Babel. Sarmiento, impelido por una cotidaneidad aparentemente minada por la insignificancia, anota sus reflexiones a partir de hechos mínimos. Una viajera norteamericana, por ejemplo, se sorprende de “encontrar un país de todo el mundo menos de sí mismo”. Escandalizada, advierte cómo hasta en las escuelas se observa esta diversificación. Buenos Aires es “una torre de Babel donde se hablan todas las lenguas sin confundirse los trabajadores”. Aunque según algunos este testimonio es apócrifo, expresaba el sentir de la minoría gobernante que se consideraba la única en condiciones de gobernar por ser los descendientes de los auténticos “hijos del país”.

El efecto de lectura parece corroborar que hay un mosaico de naciones pero no una nueva entidad etnológica. Sarmiento recurre, en primer termino, a la instancia genesíaca de la nación. Recuerda para eso el Estatuto de 1815 que, bajo el título “Cada ciudadano es miembro de la soberanía del pueblo”, concedía a todo extranjero mayor de veinticinco años, que haya residido cuatro años en el país, “que se haya hecho propietario de algún fundo (valor cuatro mil pesos) o que ejerza arte u oficio útil al país”, el derecho de gozar “ de sufragio activo en las Asambleas o comicios con tal que sepa leer y escribir”. Pasados diez años de residencia podía ser elegido para los empleos menos para los de gobierno. Por último, para gozar de ambos sufragios (elegir y ser elegido) debía renunciar antes a toda otra ciudadanía.[1]

Este rescate de una tradición legal enunciada como una práctica inicial de la nación procura combatir la manipulación electoral. Para ello considera necesario que los extranjeros recién llegados sean antes habitantes. Cae , así, inevitablemente, en la relación del hombre con el suelo, con la tierra. Recurre, entonces, al nuevo testamentum futuri: la Constitución Nacional.

La argumentación se desliza, en primer lugar, a una figura retórica: la analogía. El Preámbulo de la Constitución, como la opertura de una ópera, contiene el tono y la nota dominante de la composición y provee, por lo tanto, instrumentos para interpretar el sentido de la “nacionalización y derechos individuales” de los inmigrantes. Es en el preámbulo donde se define el objeto (la unión nacional) y el modo de configurarlo. El objetivo principal es, sin duda, el de “asegurar los beneficios de la libertad” presente y futura a todos “los habitantes del suelo argentino”.

Sarmiento (“questo vechio uomo despotico y scético”, según lo ha etiquetado la prensa italiana) se siente obligado a exponer sus consideraciones puesto que debe guardarse de “los que vengan, y vienen viniendo y vendrán”. Para él, la última frase del preámbulo ahorra discusiones inútiles[2]: los beneficios de la libertad están asegurados para “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.

En consecuencia, la cuestión se resuelve por el derecho interno: el suelo que vienen a habitar todos los hombres del mundo, es argentino. Queda, por lo tanto, fuera de discusión “de quién es la tierra”. El extranjero que “no pensa altro che amassare fortuna” está inhabilitado para exigir, como una franquicia asegurada, el “tomar parte en la vida política”. Al que no hace otra cosa que amasar fortuna, no le hace falta habitar el país. Los “armadores de buques, los capitanes de alta mar, los banqueros que “hacen empréstitos”, sólo se ocupan del lucro. Ellos no habitan el país, más aún, pueden darse el lujo de no habitar ninguno. Frente a ellos, piensa Sarmiento, hay millones de peones, labriegos y artesanos que no se preocupan por obtener riquezas sino que sólo procuran proveer sus necesidades y las de su familia. Habitar un país no es lo mismo que hallarse o estar de paso.

“ No fueron, pues, llamados a habitar el suelo los aventureros a caza de fortuna. Hábito. Es el vestido de cierta forma, para indicar cierta profesión de ideas, deberes, etc., ocupación, etc. Hábito, habitual, habituarse. Estas palabras fijan completamente el sentido de habitar, de venir a habitar un país, es tomar sus hábitos, hacer lo que alli es habitual, legal, políticamente hablando, y es necesario para habitar un país habituarse a él, dejar sus viejos hábitos, desahabituarse de anteriores y exóticas ideas. ¡Y cosa misteriosa y grande del derecho! En una cosa esencial permite la Constitución no conformarse el extranjero a los hábitos de pensar de los otros habitantes, y es adorar a Dios según su conciencia, es decir, según lo acostumbraba en el país de donde viene” (1928: 406).

Ciertos derechos constitucionales no pueden ser usados por aquellos extranjeros que “con pretexto u ocasión de habitarlo sólo buscan la ganancia. Los banqueros que dan a usura su dinero al país, no se toman el trabajo de conocernos. Mucho menos de habitar el país. “Su país es nuestro bolsillo”.(1928:407).

Los inmigrantes, por lo tanto, son llamados a ser integrantes de nuestra organización social. La Constitución dedica un artículo entero a promover la inmigración y los protege con una declaración de garantías. El Estado no puede limitar con impuestos la entrada de extranjeros. Pero es necesario que ese extranjero no sea un transeúnte. La Constitución establece que tengan por objeto “labrar la tierra, mejorar las industrias y enseñar ciencias y artes”.

El que circula por el país, el transeúnte, ya está protegido por el derecho de gentes (entrar, salir, comerciar, etc.), pero el inmigrante es un elemento constitutivo de la nación y su función es habitar el país. El criollo, piensa Sarmiento, va desapareciendo; el hacendado, el comerciante “van quedando en el mismo grado de inferioridad”. Entonces la pregunta es: ¿ el gobierno pasará a quienes tengan el poder del número, de la riqueza?

Sarmiento recurre a su viejo sistema cuando se impone la pintura de un cuadro de situación, de un escenario con sus actores in fieri. Convoca a sus lectores al puerto para que contemplen el desembarco de lo más atrasado de Europa: son campesinos o “gente ligera de las ciudades”. Alucinados, “como si miraran al sol”, se sienten avergonzados con su único y aldeano traje dominguero frente a los parientes ya afincados aquí que los reciben vestidos de “última elegancia”. El movimiento de Buenos Aires los sobrecoge, sus edificios y plazas los pasman. Argentina es la modernidad en marcha. Es cierto que ellos dejaron en Europa palacios, catedrales, templos, torres, cúpulas, pero son un legado inútil de la Edad Media. Al no haberse adaptado a las necesidades presentes, son “enormes y bellas inutilidades”.

En esta patria, sostiene Sarmiento, la independencia “rompió materialmente” vallas físicas y morales. El mundo moderno se derramó por estas regiones apartadas y ahora nos “engloba” en el movimiento general. Por lo tanto, los que nos transforma no es la materialidad de la inmigración, sino la aplicación del bienestar que todas las ciencias y las artes nos procuran:

“Fulton, Morson (sic), Edison, no son emigrantes que sepa, y, sin embargo, caminamos con sus botas de siete leguas, hablamos para ser oídos o leídos a mil leguas, y oímos moverse los gases en el centro de la tierra. Mañana oiremos a la Patti sin movernos de casa” (1928: 307; el subrayado es nuestro).

Todo ello sucede porque América es mejor conductor de civilización que Europa: “aún para sus propios inventos”.

“El labriego español, irlandés o francés viene a Santa Fe a saber lo que es maquinaria agrícola y a aprender a manejarla, porque en su país y en su comarca deja todavía el rudo implemento primitivo”.

El progreso humano, según esta visión, se derrama íntegro sobre nosotros; en Europa, en cambio es logro parcial de una nación. Aquí se suma, se acumula. Esas masas europeas no nos aportan ni siquiera educación política y , por lo tanto, no nos ayudan a constituirnos como pueblos libres. Predominan por el número, pero son de opiniones acomodaticias. Sólo contribuyen para que seamos despojados de las libertades conquistadas a fuerza de luchar contra los tiranos.

Por eso hace un llamado para que los patriotas argentinos dejen de “chuparse el dedo” si no quieren quedarse “sin patria en su propia casa”. ¿ Esperan, acaso, ver que “unos dos millones de descamisados” se repartan la patria porque se les otorgó ciudadanía no solicitada? En el artículo titulado “Prevenciones e insinuaciones de Peusser y Crespo” (EL DIARIO, enero 5 de 1888) Sarmiento escarnece a los promotores de la ley destinada a conceder la ciudadanía sin solicitarla. Es un texto marcado por fuertes rasgos antisemitas. Llevado por su preocupación cívica (el proyecto iba a ser aprobado sobre tablas y sin debate) e imbuido de los prejuicios de época, Sarmiento, al advertir los nombres hebreos de los solicitantes que se han constituido en Comisión Provisoria (Joachim Crespo, Jacob Peusser) desencadena sus iras sobre los judíos. En realidad, siempre en el campo de la confusión, atribuye a los laboriosos inmigrantes judíos, el nefasto papel de la banca europea en el sometimiento del país al capital financiero desde sus inicios:

“…nos declaramos desde ahora en huelga, para perseguir a la raza semítica, que con Cohen, Rostchild, Baring y todos los sindicatos judíos de Londres y París, nos dejan sin blanca; y los judíos Joachim y Jacob, que pretenden dejarnos sin patria, declarando a la nuestra, artículo de ropa vieja negociable y materia de industria. ¡Fuera la raza semítica!” (1928: 437).

He aquí que Buenos Aires es la nueva Babilonia y Sarmiento, fascinado por el brillo y el progreso de la ciudad, deja circular por sus textos periodísticos ( Cfr. “El mito babilónico”, en EL DIARIO, setiembre 9 de 1887) una franja de ambigüedad en que el discurso se desliza entre la seducción y el miedo.

Recordemos que Alberdi incitaba a no temer la “confusión de razas”, pero ese lugar de su enciclopedia empieza a ser invadido por multitud de indeseables: la resaca de Europa, el fantasma de los continentes “bárbaros” (Asia, Africa) y la amenaza perviviente del salvaje de la pampa.

Sarmiento padece, también, el asedio de las contradicciones. Impelido a representar sus utopías, acosado por la mutiplicidad de lenguas que lo circunda, imagina a Buenos Aires como una Babel en eterna construcción e invadida por lo tumultuoso y heterogéneo. ¿Cómo traducir, entonces, la confusión para hacer inteligible el mundo del futuro?

En su afán de valorar una totalidad que se presenta como contradictoria y abierta, llega a la conclusión de que debe ser cerrada a la fuerza. Recurre, entonces, al mito sobreviviente de Babel pero amputándolo de la parte de su poder simbólico que reclama lo oscuro y lo claro, la promiscuidad.

La Torre de Babel, sostiene, sobrevive a Babilonia. Las excavaciones modernas sólo han logrado rescatar de la ciudad imperial sus jardines colgantes. Para él, la confusión de lenguas es una “leyenda absurda e inverosímil”, sólo acepta los aportes de la ciencia positiva, lo que “hoy” se sabe, es decir, que en los flancos lisos de los peñascos se conservan inscripciones trilingües. Eso probaría la persistencia en el Estado de “varias lenguas y de diversos pueblos”. Tal comprobación científica no es una “vana quimera”.

Ahora bien, las llanuras de América, de acuerdo a esta concepción, reproducen la estructura de la confusión. Coteja, entonces, el desenvolvimiento de Buenos Aires enclavada en las campañas pastoras que describiera en Facundo con la evolución de los pastores de ganado que habitaron entre los ríos Tigris y Eufrates. Babilonia, lugar de cruces de rutas, se fue poblando rápidamente con “hombres de todo linaje”:

“Pero tanto se dilataba la ciudad prodigiosa, tantas eran las lenguas que en ella se hablaban, tantos los ritos de las diversas religiones profesadas por pueblos de diverso origen, raza y civilización (…) que al fin debieron pensar en poner orden en aquel mundo caótico en que todos tenían parte y en que nada se asemejaba.

¿Será este el origen de la confusión de lenguas que nos llega como causa del desastre final de aquella ciudad que llena con su nombre el vacío de los tiempos antehistóricos, y con el festín de Baltasar la catástrofe en que terminó el babilónico ensayo de una civilización de muchas lenguas que sólo sirven para no entenderse entre sí los artífices de tanta grandeza?” (1928: 287-288)

Sarmiento se funda en la autoridad de las excavaciones. Cae, sin embargo, en la confusión cuando perfila una cronología: concibe como coetáneos los tiempos “antehistóricos” y el “ensayo de una civilización”. Resulta de todos modos interesante su estrategia lectora. En efecto, al rastrear el origen del mito en el documento, lo extrapola de su simbolismo milenario y lo reduce para dar así cuenta de su preocupación básica en ese momento. En consecuencia, Babel será figura de Buenos Aires que está en pleno ensayo de “una civilización de muchas lenguas que sólo sirven para no entenderse entre ellas”.

Buenos Aires admira, asombra. Sus bancos mueven más caudal “que cualquiera otro en el mundo”. Con escasísimas reminiscencias de “haber sido sudamericana”, su población es blanca, su arquitectura grandiosa y el movimiento de tranvías, ferrocarriles y vapores excede al de las ciudades y puertos de “esta parte”.

Deslizándose a la cuenca semántica de un mito vernáculo, equipara Buenos Aires a “el Dorado”. Será por eso que es una ciudad sin ciudadanos, un mero espacio en vías de transfiguración aunque con “el tufo a South América que se escapa todavía del subsuelo, o sube a la atmósfera por las chimeneas de las administraciones públicas, como los hálitos nauseabundos de la bodega de buques viejos” (1928:289).

Al hedor (tufo) de la América mestiza que tanto denostó, se agregan en ese momento “los hálitos nauseabundos” que desembarcan de la tercera clase de los trasatlánaticos. Intuye que la antigua “barbarie” soterrada y la arribante resaca de Europa sedimentan un sustrato peligroso: algún día será la materia informe del “subsuelo de la patria sublevado” del 17 de octubre de 1945 (Scalabrini Ortiz: 1948).

Ese secreto e indefinible temor lo inclina a pensar que Buenos Aires no progresa y solamente se transforma. Se muestra incapaz de “transfigurarse”, de entrar en las “depuraciones del espíritu” a causa del contrapeso de los de abajo: los que emergen de las profundidades de la historia y el suelo, los que son vomitados por las bodegas de los barcos.

Acosado por ese miedo secreto, Sarmiento se implica en la promiscuidad del mito y profiere una profecía que más bien semeja una conjetura de confusa sintaxis:

“Así creciendo y aumentándose, tendremos, si no tenemos ya a la Torre de Babel, en construcción en América, por artífices de todas las lenguas, que no se confundieron al construirla, sino que siéndolo y persistiendo en conservar la de su origen, no pudieron entenderse entre sí, y la grande esperanza del mundo futuro contra un nuevo cataclismo y diluvio del pasado, porque no se hace patria sin patriotismo por cemento, ni ciudad sin ciudadanos, que es el alma y la gloria de las naciones, se disipara al soplo de los acontecimientos vulgares, una seca prolongada, una guerra extranjera o intestina” (1928: 292).

Una construcción de no-habitantes , empeñados en no traducirse a la nueva lengua, a las nuevas instituciones, medita, será incapaz de aguantar ciertos acontecimientos vulgares: una larga sequía, una guerra interior o exterior. El “vecchio” Sarmiento puesto a buscar razones, recala así en los aconteceres familiares de la Argentina criolla de sus peleas y destierros: las luchas con la naturaleza imbricadas con las luchas por el poder en maridaje extraño y confuso.

Camino inverso al del fraile Tejeda, nieto de india, hijo de mestiza, que arrepentido de sus malocas contra los indios, sus arrebatos de amo y sus promiscuos amores, sentía el hechizo de Babilonia (Córdoba del Tucumán), su confusa patria, y fatigaba su laberinto con la secreta esperanza de una Sion bajada del cielo. De tal modo, avatares de la carne y el deseo, Babel era el pasaje hacia una transfiguración, o en lenguaje de Sarmiento, hacia “una depuración del espíritu”.


[1] Esta legislación fue padecida por un prócer bolivariano: el cordobés Deán Funes. No faltaron destacados historiadores que lo acusaron de traidor a la patria.(Vedia y Mitre: 1954, 594 ss.)


[2] Tiene cierta importancia su estrategia discursiva. Recurre a un relato oral: el cuento de los gansos. El narrador se ocupa de crear un climax. Los gansos van desfilando de a uno por un puente estrecho. De golpe, calla. Alguien, intrigado, reclama: “Y ¿cómo sigue el cuento?. El narrador responde con aire de magisterio: “Aguarden Ustedes que acaben de pasar los gansos” (1928, 404). No hace falta esperar a que pasen los gansos, dice Sarmiento. La Constitución nos ahorra ese fastidio con la última frase del preámbulo.

Bibliografía:
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, 1957, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Buenos Aires, Sopena

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Alberdi, Juan Bautista/ Sarmiento, Domingo Faustino (prólogo de Lucila Paglai), 2005, La gran polémica nacional (Cartas quillotanas. Las ciento y una), Buenos Aires, Leviatán

Borges, Jorge Luis, 1932, Discusión, Buenos Aires, Gleizer Editor

Derrida, Jacques et al., 1990, Teoría literaria y deconstrucción, Madrid, Arco/Libros S.A.

Hartman, Geoffrey, 1990. En: Derrida; Jacques et al. Teoría literaria y deconstrucción, Madrid, Arco/Libros S.A.

Kusch, Rodolfo, 1975, América Profunda, Buenos Aires, Ed.Bonum

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Ramos Mejía, José María, 1956, Las multitudes argentinas, Buenos Aires, Editorial Tor

Scalabrini Ortiz, Raúl, 1973 (1948). Tierra sin nada, tierra de profetas, Buenos Aires, Plus Ultra

Sarmiento, Domingo Faustino, 1928, Condición del extranjero en América, Buenos Aires, Librería La Facultad

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Tejeda, Luis de, 1980, Libro de varios tratados y noticias, Córdoba, Municipalidad de Córdoba

Torres Roggero, Jorge, 2002, Elogio del Pensamiento Plebeyo, Córdoba, Silabario

VEDIA Y MITRE, Mariano de, 1954, El Deán Funes, Bs.As., Ed. Kraf

Gentileza de: Confusa Patria

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