OTRA VEZ MALVINAS

*Por Enrique Lacolla

Varios episodios han remarcado en estas semanas la inquietud o hasta el sordo encono que en algunos sectores produce todavía la batalla por Malvinas.

No es sin una sensación de fatiga que vuelvo al tema Malvinas. El hecho hace rato que debería estar establecido como una gesta antiimperialista y soberana, como un emprendimiento sostenido generosamente por el pueblo argentino, más allá de las falencias técnicas y políticas del régimen que acometió la operación de recuperación de las islas sin una idea clara de las relaciones de fuerza internacionales y arrastrando el peso de una gestión perversa y catastrófica de los asuntos nacionales. Pero por desgracia la desmalvinización –cuyo primer paso lo dieron los dictadores al escamotear el abrazo popular a las tropas que volvían vencidas, pero legitimadas por su sacrificio-, que fue sucesiva a la derrota y estuvo promovida por una variedad de referentes políticos, está lejos de haber sido desterrada y persiste incluso en algunos repliegues del actual gobierno y en no pocos de los sectores intelectuales “progres” que lo sostienen. El caldo de cultivo de donde proviene esta especie de ceguera es el resentimiento incubado contra los militares considerados como una especie aparte, cuya responsabilidad innegable en los crímenes del proceso devendría no del conjunto de circunstancias que configuraron al país en esa hora siniestra, sino que sería el producto de una malformación psíquica, de una fatalidad orgánica que los llevaría a ser incultos, brutos y malos. Esta estupidez está bastante anclada en sectores de la clase media, en especial de la ilustrada o seudo ilustrada, que han desarrollado una “sociología de sastrería”, como solía decir Alfredo Terzaga; “sociología” que define a priori la calidad de un individuo por el uniforme que lleva.

El desdén o los sentimientos mezclados de rencor y odio respecto de Malvinas que pueden palparse en grupos de la intelectualidad están bastante difundidos y se han expresado en películas como Iluminados por el fuego o Los chicos de la guerra, en las que el victimismo prepondera sobre cualquier otra evaluación de la guerra y tiende a cancelar lo que de heroico y trágicamente positivo hubo en ella. El terrorismo psicológico de estos sectores ha obligado a que muchos que creen en la justicia de la reivindicación soberana o se sienten interpelados por el sacrificio de quienes murieron por ella, se queden callados cuando la observación menoscabadora se insinúa.

Esto viene a cuento de algunos episodios producidos en estas semanas. El primero de ellos y sobre el cual creo que no se ha llamado la atención, es un pasaje de la intervención de Beatriz Sarlo en 6, 7, 8. La ensayista opositora al gobierno, cuya participación en el programa constituyó una “sensación” y dio pábulo a una sucesión de pavadas mediáticas que pretendían evaluar quien había “ganado” o “perdido” en el debate –como si un debate fuese un match de box en vez de una oportunidad para clarificarse mutuamente-, la ensayista, digo, en un momento dado arremetió contra la gesta malvinense afirmando que, entre las muchas cosas que hay que revisar de manera crítica del pasado, una de ellas es el apoyo que algunos sectores de izquierda habían dado a la campañaY aseveró también que la democracia se la debíamos a Mrs. Thatcher, pues sin su decisión de expulsarnos de las islas no habría habido vuelta a la institucionalidad. Al menos en aquel momento.

No hay duda de que la derrota en Malvinas, precipitada por la provocación primero y luego por la agresión británica, fue un factor determinante en la caída de la dictadura militar. Pero nunca una derrota nacional es un buen punto de partida para edificar nada si se la asume sin rechistar, en vez de considerarla como una ocasión para reconstruirse y seguir luchando con los medios que se tengan al alcance. El argumento de Sarlo es falaz, pues fue justo la negativa a revisar críticamente el fenómeno lo que precipitó el derrotismo que presidió a todos los gobiernos democráticos que se sucedieron desde 1983 a 2003, derrotismo que no estuvo limitado al asunto de las islas (donde era obvio que no había posibilidades de librar otro combate con las armas en la mano) sino a toda una gama de temas que tenían que ver con el perfil de la Argentina como nación soberana y consciente de sus derechos. La derrota se transformó en un paraguas para excusar la propia cobardía. Fue así que, por presión norteamericana, se desmanteló el Plan Cóndor de misilística (no confundir con la Operación Cóndor, el mecanismo represivo montado por las dictaduras del Cono Sur en los años ’70); se ralentizó y casi liquidó el plan nuclear, se desarticularon las capacidades operativas de las fuerzas armadas y se procedió a la devastación de lo que restaba de la planta industrial en aras de las políticas neoliberales del “consenso de Washington”. El saldo fue un genocidio social que afectó a millones de personas y que replicó a escala multiplicada y actuando sobre variables económicas esta vez, el exterminio generacional practicado por la dictadura entre 1976 y 1982.




 Las heridas abiertas por una contienda fratricida, en especial si fue tan perversa como la que nos tocó vivir, no se cierran con facilidad. Pero hay que poner algo de buena voluntad y de esfuerzo comprensivo para superar ese impasse, en especial cuando se trata de un país como el nuestro, todavía inconcluso, con tareas pendientes en materia de soberanía que sólo podrán completarse en el marco de una integración regional y de un pacto social que ponga en primer término el desarrollo de la nación. El papel de la intelligentsia para estructurar este esfuerzo y ponerlo en funcionamiento será fundamental. Pero si esa intelectualidad no ve el conjunto del panorama y prefiere encastillarse en una suficiencia al estilo de aquellos que llamaron, a la plaza del 3 de abril del 82, la “plaza de la vergüenza”, medrados estamos. Porque


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